Los estornudos - Conrado Nalé Roxlo

 
Conrado Nalé Roxlo nació en Buenos Aires en 1898. 
Fue escritor, periodista, guionista y humorista. 
Recibió el premio Nacional de Literatura y el Gran Premio de Honor de la SADE. 
Falleció en 1961.
Cultivó también la poesía y la literatura juvenil y dirigió la revista Don Goyo y el semanario Esculapión
Obra: El grillo y otros poemas, La escuela de las hadas, Estraño accidente, Mi pueblo y Las puertas del purgatorio.



 Los estornudos



Los estornudos no suelen traer nada bueno, decían las viejas de antes, y tenían razón; pues lo que traen o anuncias, rapé aparte, es un resfriado. Pero yo sé de unos estornudos que fueron el soplo inspirador de cierta notable pieza literaria; y eso que no fueron musicales expresiones de una nariz célebre por su belleza, como la de Cleopatra, cosa que habría justificado un madrigal, sino rotundas explosiones de las de un chinito, bastante retobado él, inspector de escuelas provinciales. Misterios de la poesía que la ciencia no se explica.

Las cosas ocurrieron así.

El señor inspector penetró en el aula, y, tras de retribuir con una sonrisa de vinagre de luto los almíbares que se desparramaban por la bondadosa cara de la señorita Italia Migliavacca, mi inolvidable maestra de primeras letras, subió a la tarima, tarima que crujió gentilmente para ponerse a tono con los zapatos amarillos del señor inspector. Y vino, naturalmente, una alocución, como ellos dicen.

—Niños que en este ámbito del saber primario sorbéis las materias como la enredadera sorbe el sol... ¡atchís!

—¡Salud, señor inspector! —prorrumpió la clase en pleno.
El inspector pasó una mirada furibunda por los bancos mientras se llevaba a su importante apéndice nasal un pañuelito muy bien planchado, que luego volvió a doblar y colocar en el bolsillo superior de su saco negro con trencilla, y retomó el hilo del discurso:
—¡El sol!..., ¡el sol!... ¡atchís!
Martirena me dijo por lo bajo, pero de modo que sonó bien alto:
—Debe ser un resfrío de sol...
El inspector intentó matarlo de una mirada y continuó:
—El sol o, mejor dicho, sus rayos, llamados también irradiación febea... ¡atchís!
—¡Salud, señor inspector! —volvimos a decir a coro, creyendo proceder muy correctamente. La señorita nos hacía señas de que no insistiéramos, pero nosotros éramos muy bien educados y no perdonábamos estornudo. Y éstos se sucedían cada vez con mayor frecuencia, y el inspector, par retomar el hilo de la perorata, tenía antes que retomar el hilo del pañuelo, suponiendo que lo fuera. Hasta que, con un violento "buenas tardes", se despidió y se fue como una tromba a ponerse sinapismos, sin duda.
Ya alejado el ogro, la clase en pleno soltó la carcajada, y muchos se pusieron a estornudar por burla.
—Niños —dijo severamente la señorita Italia—, nunca debemos burlarnos de los defectos físicos del prójimo.
Y para aleccionarnos trajo al día siguiente, pues era repentista, la fábula que va a leerse y que felizmente guardo entre mil cuadernos escolares.
EL CANARIO Y EL JAMELGO
Cierto coche de punto,
también puede llamárselo de plaza,
que formaba conjunto
con un jamelgo de raída traza,
y un anciano cochero, en el pescante,
detúvose delante
de una pajarería en cuya puerta
un canario, infatuado tenorino,
con sutil artificio,
sacaba dulce trino
de melodías rico
de su órgano bucal al orificio
también llamado pico.
El equino aludido,
cuyo nombre vulgar era "Pirincho",
no con mala intención, de distraído,
dejó escapar un natural relincho.
(Expresión incorrecta, sea dicho,
mas perdonable en tan humilde bicho).
La gente que lo oyó, de baja estofa,
elogiando al canario melodioso
cubrió al jamelgo de improperio y mofa.
Pasó el tiempo premioso,
y ambas bestias murieron a su hora,
y escuchad, niños, lo que viene ahora.
El canario, ya inútil, fue a parar
a infecto muladar,
y, en cambio, con las tripas del rocín
hicieron varias cuerdas de violín,
en que un artista joven
interpretó a Mozart, Verdi, Beethoven.
MORALEJA
No desprecies, ¡oh, niño!, al que algún día
estornudó en momento inadecuado,
pues, como aquel caballo mal juzgado,
puede esconder torrentes de armonía.



 




Tan Hombre - Alejandra D'Atri



Nació en Buenos Aires, en el barrio de Palermo. Es Traductora Pública y Profesora Universitaria de Inglés. Especializada en español para extranjeros, dirige una escuela de español desde 2004. Si bien su relación con la literatura comenzó de muy joven, su paso por la universidad definió su vocación. Actualmente corrige su novela Selma. Fue jurado en el concurso "Cuentos en Acción", organizado por el Colegio IMEI de Cañuelas en 2008.

Obra:

Es coautora —junto a Paula Jansen, Victoria Fargas, Gladis Lopez Riquert y Claudia Cortalezzi— del libro Cinco mujeres y otra cosa, editorial La Letra M, 2014.

Tan Hombre



¿Cómo hago? —se preguntó Estela—. ¿Cómo hago para ocultar el moretón que se me desparrama debajo del ojo?
Y bueno, la trompada de la mañana vaya y pase. Pero, cuando volviese Joaquín, ella ya sabría cómo evitar la trompada de la tarde: por estúpida que fuese, Estelita había concebido un plan.
Pegó un vistazo alrededor, esa pieza rasposa. Qué ironía. Toda su vida esperando la fiesta, el vestido, el anillo de matrimonio. ¿Y para qué? ¿Para tener vergüenza de salir a la calle?
Pero las cosas no iban a quedar así, no podían quedar así. Ya le enseñaría ella a tratar a las mujeres. La plancha ya debía estar a punto.
Viernes, Joaquín. Hoy es viernes. Llegarás a las ocho.
Estela se acercó a la puerta de calle y la cerró con doble vuelta. Y dejó la llave en la cerradura.
Tus pesados pasos se detendrán del otro lado, en el umbral. Y no podrás entrar así nomás. Tendrás que hacer lo que tanto te enfurece: tendrás que tocar el timbre, me llamarás a voz en cuello, darás puñetazos contra la puerta… Pero será inútil: yo no saldré a tu encuentro. Entonces patearás la puerta, volverás a llamarme, a putearme de arriba a abajo. Y esta vez la pelotuda —pelotuda que quizá también sea cornuda, dicho sea de paso— no acudirá al llamado del amo, no señor. Buscarás un cigarrillo en tu bolsillo derecho y te quedarás esperando. Te sacarás la campera —por hacer algo, nomás—, la tirarás al piso, volverás a gritar abrí pedazo de yegua de mierda y la reputa madre que te parió. Pero yo no saldré a tu encuentro. En cambio, te estaré esperando detrás de la puerta, con esta plancha para bifes en la mano, como la empuño ahora y la levanto antes de abrirte, la plancha bien calentita después de una hora de hornalla, en seco.
Primero, repuesto de la sorpresa —no todos los días la puerta de calle se abre sola—, asomarás la punta de tu bota, cauteloso —Buenos Aires está terrible, ¿no?—. Después pronunciarás mi nombre en voz baja —yo, bien detrás de la puerta como en las películas, ni bola—, extenderás un brazo tanteando el interruptor de la luz. Tratarás de empujar la puerta bien abierta para darte paso, no te explicarás por qué no cede. Y cuando te vuelvas hacia mí… te voy a estampar la plancha caliente en medio de tu linda carita, de tu carita de mierda de machista inmundo, mirá. Y entonces vamos a ver quién es el más maricón de los dos. Porque yo no sabré aguantar tus “fuertes caricias”, pero vos… no creo que puedas resistir la mía, y encima si te la encajo de canto. No sólo te quedará hecha bosta esa carita de ángel por el machucón: el hierro al rojo vivo no perdona a los carilindos.
Abro. Ya estás —ya estoy— a punto. 
—¡Estela! —la voz del bruto llegó hasta ella como un latigazo—. Estela, y la puta madre, dónde carajo te metiste, pelotuda. ¡Estela!
—Aquí, querido, aquí estoy. Justo me agarraste de camino a la cocina. Pensaba hacerte unos bifecitos, mi amor.
No hay caso, pensó Estelita. Cada vez que lo veo, tan hombre, este tipo me puede.


Una carta a Dios - Gregorio López y Fuentes


 Gregorio López y Fuentes nació en 1899, en El Mamey, rancho cercano a Zontecomatlán, en Veracruz, México.
Incursionó en la novela, la poesía, el periodismo y la crónica, donde se refirió a la Revolución mexicana.
Fue maestro de literatura en la Ciudad de México. Escribió para el diario El Universal, bajo el seudónimo "Tulio F. Peseenz". 
El nombre del municipio en donde nació fue renombrado como Zontecomatlán de López y Fuentes en su honor.
Primer Premio Nacional de Literatura en 1935 por su novela El indio
Falleció en la ciudad de México, en 1966.
Su obra: Claros de selva, El vagabundo, El alma del poblacho, Campamento, Tierra, Mi general, El indio, Arrieros, Huasteca, Una carta a Dios.

 Una carta a Dios


La casa —única en todo el valle— estaba subida en uno de esos cerros truncados que, a manera de pirámides rudimentarias, dejaron algunas tribus al continuar sus peregrinaciones... Entre las matas del maíz, el frijol con su florecilla morada, promesa inequívoca de una buena cosecha.
Lo único que estaba haciendo falta a la tierra era una lluvia, cuando menos un fuerte aguacero, de esos que forman charcos entre los surcos. Dudar de que llovería hubiera sido lo mismo que dejar de creer en la experiencia de quienes, por tradición, enseñaron a sembrar en determinado día del año.
Durante la mañana, Lencho —conocedor del campo, apegado a las viejas costumbres y creyente a puño cerrado— no había hecho más que examinar el cielo por el rumbo del noreste.
—Ahora sí que se viene el agua, vieja.
Y la vieja, que preparaba la comida, le respondió:
—Dios lo quiera.
Los muchachos más grandes limpiaban de hierba la siembra, mientras que los más pequeños correteaban cerca de la casa, hasta que la mujer les gritó a todos:
—Vengan que les voy a dar en la boca...
Fue en el curso de la comida cuando, como lo había asegurado Lencho, comenzaron a caer gruesas gotas de lluvia. Por el noreste se veían avanzar grandes montañas de nubes. El aire olía a jarro nuevo.
—Hagan de cuenta, muchachos —exclamaba el hombre mientras sentía la fruición de mojarse con el pretexto de recoger algunos enseres olvidados sobre una cerca de piedra—, que no son gotas de agua las que están cayendo: son monedas nuevas: las gotas grandes son de a diez y las gotas chicas son de a cinco...
Y dejaba pasear sus ojos satisfechos por la milpa a punto de jilotear, adornada con las hileras frondosas del frijol, y entonces toda ella cubierta por la transparente cortina de la lluvia. Pero, de pronto, comenzó a soplar un fuerte viento y con las gotas de agua comenzaron a caer granizos tan grandes como bellotas. Esos sí que parecían monedas de plata nueva. Los muchachos, exponiéndose a la lluvia, correteaban y recogían las perlas heladas de mayor tamaño.
—Esto sí que está muy malo —exclamaba el hombre— ojalá que pase pronto...
No pasó pronto. Durante una hora, el granizo apedreó la casa, la huerta, el monte, la milpa y todo el valle. El campo estaba tan blanco que parecía una salina. Los árboles, deshojados. El maíz, hecho pedazos.
El frijol, sin una flor. Lencho, con el alma llena de tribulaciones.
Pasada la tormenta, en medio de los surcos, decía a sus hijos:
—Más hubiera dejado una nube de langosta... El granizo no ha dejado nada: ni una sola mata de maíz dará una mazorca, ni una mata de frijol dará una vaina...
La noche fue de lamentaciones:
—¡Todo nuestro trabajo, perdido!
—¡Y ni a quién acudir!
—Este año pasaremos hambre...
Pero muy en el fondo espiritual de cuantos convivían bajo aquella casa solitaria en mitad del valle, había una esperanza: la ayuda de Dios.
—No te mortifiques tanto, aunque el mal es muy grande. ¡Recuerda que nadie se muere de hambre!
—Eso dicen: nadie se muere de hambre...
Y mientras llegaba el amanecer, Lencho pensó mucho en lo que había visto en la iglesia del pueblo los domingos: un triángulo y dentro del triángulo un ojo, un ojo que parecía muy grande, un ojo que, según le habían explicado, lo mira todo, hasta lo que está en el fondo de las conciencias.
Lencho era hombre rudo y él mismo solía decir que el campo embrutece, pero no lo era tanto que no supiera escribir. Ya con la luz del día y aprovechando la circunstancia de que era domingo, después de haberse afirmado en su idea de que sí hay quien vele por todos, se puso a escribir una carta que él mismo llevaría al pueblo para echarla al correo.
Era nada menos que una carta a Dios.
“Dios —escribió—, si no me ayudas pasaré hambre con todos los míos, durante este año: necesito cien pesos para volver a sembrar y vivir mientras viene la otra cosecha, pues el granizo...”
Rotuló el sobre “A Dios”, metió el pliego y, aún preocupado, se dirigió al pueblo. Ya en la oficina de correos, le puso un timbre a la carta y echó esta en el buzón.
Un empleado, que era cartero y todo en la oficina de correos, llegó riendo con toda la boca ante su jefe: le mostraba nada menos que la carta dirigida a Dios. Nunca en su existencia de repartidor había conocido ese domicilio. El jefe de la oficina —gordo y bonachón— también se puso a reír, pero bien pronto se le plegó el entrecejo y, mientras daba golpecitos en su mesa con la carta, comentaba:
—¡La fe! ¡Quién tuviera la fe de quien escribió esta carta! ¡Creer como él cree! ¡Esperar con la confianza con que él sabe esperar! ¡Sostener correspondencia con Dios!
Y, para no defraudar aquel tesoro de fe, descubierto a través de una carta que no podía ser entregada, el jefe postal concibió una idea: contestar la carta. Pero una vez abierta, se vio que contestar necesitaba algo más que buena voluntad, tinta y papel. No por ello se dio por vencido: exigió a su empleado una dádiva, él puso parte de su sueldo y a varias personas les pidió su óbolo “para una obra piadosa”.
Fue imposible para él reunir los cien pesos solicitados por Lencho, y se conformó con enviar al campesino cuando menos lo que había reunido: algo más que la mitad. Puso los billetes en un sobre dirigido a Lencho y con ellos un pliego que no tenía más que una palabra a manera de firma: DIOS.
Al siguiente domingo Lencho llegó a preguntar, más temprano que de costumbre, si había alguna carta para él. Fue el mismo repartidor quien le hizo entrega de la carta, mientras que el jefe, con la alegría de quien ha hecho una buena acción, espiaba a través de un vidrio raspado, desde su despacho.
Lencho no mostró la menor sorpresa al ver los billetes —tanta era su seguridad—, pero hizo un gesto de cólera al contar el dinero... ¡Dios no podía haberse equivocado, ni negar lo que se le había pedido!
Inmediatamente, Lencho se acercó a la ventanilla para pedir papel y tinta. En la mesa destinada al público, se puso a escribir, arrugando mucho la frente a causa del esfuerzo que hacía para dar forma legible a sus ideas. Al terminar, fue a pedir un timbre el cual mojó con la lengua y luego aseguró de un puñetazo.
En cuanto la carta cayó al buzón, el jefe de correos fue a recogerla. Decía:
“Dios: Del dinero que te pedí, solo llegaron a mis manos sesenta pesos. Mándame el resto, que me hace mucha falta; pero no me lo mandes por conducto de la oficina de correos, porque los empleados son muy ladrones. Lencho”.




Espuma y nada más - Hernando Téllez


 

 Hernando Téllez nació en Bogotá, Colombia, en 1908. 
Fue escritor y periodista, político, diplomático y crítico literario. 
Falleció en 1966.
Su obra: Inquietud del Mundo, Diario, Bagatelas, Luces en el Bosque, Cenizas para el Vient, Textos no recogidos en libro, Nadar contra la corriente, Espuma y nada más,La madre para Andolfo, Sangre En Los Jazmines, Preludio.


Espuma y nada más

No saludó al entrar. Yo estaba repasando sobre una badana la mejor de mis navajas. Y cuando lo reconocí me puse a temblar. Pero él no se dio cuenta. Para disimular continué repasando la hoja. La probé luego sobre la yema del dedo gordo y volví a mirarla contra la luz. En ese instante se quitaba el cinturón ribeteado de balas de donde pendía la funda de la pistola. Lo colgó de uno de los clavos del ropero y encima colocó el kepis. Volvió completamente el cuerpo para hablarme y, deshaciendo el nudo de la corbata, me dijo: “Hace un calor de todos los demonios. Aféiteme”. Y se sentó en la silla. le calculé cuatro días de barba. Los cuatro días de la última excursión en busca de los nuestros. El rostro aparecía quemado, curtido por el sol. Me puse a preparar minuciosamente el jabón. Corté unas rebanadas de la pasta, dejándolas caer en el recipiente, mezclé un poco de agua tibia y con la brocha empecé a revolver. Pronto subió la espuma “Los muchachos de la tropa debep tener tanta barba como yo”. Seguí batiendo la espuma. “Pero nos fue bien, ¿sabe? Pescamos a los principales. Unos vienen muertos y otros todavía viven. Pero pronto estarán todos muertos”. “¿Cuántos cogieron?” pregunté. “Catorce. Tuvimos que internarnos bastante para dar con ellos. Pero ya la están pagando. Y no se salvará ni uno, ni uno”. Se echó para atrás en la silla al verme la brocha en la mano, rebosante de espuma Faltaba ponerle la sábana. Ciertamente yo estaba aturdido. Extraje del cajón una sábana y la anudé al cuello de mi cliente. El no cesaba de hablar. Suponía que yo era uno de los partidarios del orden. “El pueblo habrá escarmentado con lo del otro día”, dijo. “Sí”, repuse mientras concluía de hacer el nudo sobre la oscura nuca, olorosa a sudor. “¿Estuvo bueno, verdad?” “Muy bueno”, contesté mientras regresaba a la brocha. El hombre cerró los ojos con un gesto de fatiga y esperó así la fresca caricia del jabón. Jamás lo había tenido tan cerca de mí. El día en que ordenó que el pueblo desfilara por el patio de la escuela para ver a los cuatro rebeldes allí colgados, me crucé con él un instante. Pero el espectáculo de los cuerpos mutilados me impedía fijarme en el rostro del hombre que lo dirigía todo y que ahora iba a tomar en mis manos. No era un rostro desagradable, ciertamente. Y la barba, envejeciéndolo un poco, no le caía mal. Se llamaba Torres. El capitán Torres. Un hombre con imaginación, porque ¿a quién se le había ocurrido antes colgar a los rebeldes desnudos y luego ensayar sobre determinados sitios del cuerpo una mutilación a bala? Empecé a extender la primera capa de jabón. El seguía con los ojos cerrados. “De buena gana me iría a dormir un poco”, dijo, “pero esta tarde hay mucho qué hacer”. Retiré la brocha y pregunté con aire falsamente desinteresado: “¿Fusilamiento?” “Algo por el estilo, pero más lento”, respondió. “¿Todos?” “No. Unos cuantos apenas”. Reanudé de nuevo la tarea de enjabonarle la barba. Otra vez me temblaban las manos. El hombre no podía darse cuenta de ello y ésa era mi ventaja. Pero yo hubiera querido que él no viniera. Probablemente muchos de los nuestros lo habrían visto entrar. Y el enemigo en la casa impone condiciones. Yo tendría que afeitar esa barba como cualquiera otra, con cuidado, con esmero, como la de un buen parroquiano, cuidando de que ni por un solo poro fuese a brotar una gota de sangre. Cuidando de que en los pequeños remolinos no se desviara la hoja. Cuidando de que la piel, quedara limpia, templada, pulida, y de que al pasar el dorso de mi mana por ella, sintiera la superficie sin un pelo. Sí. Yo era un revolucionario clandestino, pero era también un barbero de conciencia, orgulloso de la pulcritud en su oficio. Y esa barba de cuatro días se prestaba para una buena faena.

Tomé la navaja, levanté en ángulo oblicuo las dos cachas, dejé libre la hoja y empecé la tarea, de una de las patillas hacia abajo. La hoja respondía a la perfección. El pelo se presentaba indócil y duro, no muy crecido, pero compacto. La piel iba apareciendo poco a poco. Sonaba la hoja con su ruido característico, y sobre ella crecían los grumos de jabón mezclados con trocitos de pelo. Hice una pausa para limpiarla, tomé la badana, de nuevo yo me puse a asentar el acero, porque soy un barbero que hace bien sus cosas. El hombre que había mantenido los ojos cerrados, los abrió, sacó una de las manos por encima de la sábana, se palpó la zona del rostro que empezaba a quedar libre de jabón, y me dijo: “Venga usted a las seis, esta tarde, a la Escuela”. “¿Lo mismo del otro día?”, le pregunté horrorizado. “Puede que resulte mejor”, respondió. “¿Qué piensa usted hacer?” “No sé todavía. Pero nos divertiremos”. Otra vez se echó hacia atrás y cerró los ojos. Yo me acerqué con la navaja en alto. “¿Piensa castigarlos a todos?”, aventuré tímidamente. “A todos”. El jabón se secaba sobre la cara. Debía apresurarme. Por el espejo, miré hacia la calle. Lo mismo de siempre: la tienda de víveres y en ella dos o tres compradores. Luego miré el reloj: las dos veinte de la tarde. La navaja seguía descendiendo. Ahora de la otra patilla hacia abajo. Una barba azul, cerrada. Debía dejársela crecer como algunos poetas o como algunos sacerdotes. Le quedaría bien. Muchos no lo reconocerían. Y mejor para él, pensé, mientras trataba de pulir suavemente todo el sector del cuello. Porque allí sí que debía manejar coro habilidad la hoja, pues el pelo, aunque es agraz, se enredaba en pequeños remolinos. Una barba crespa. Los poros podían abrirse, diminutos, y soltar su perla de sangre. Un buen barbero como yo finca su orgullo en que eso no ocurra a ningún cliente. Y éste era un cliente de calidad. ¿A cuántos de los nuestros había ordenado matar? ¿A cuántos de los nuestros había ordenado que los mutilaran? ... Mejor no pensarlo. Torres no sabía que yo era un enemigo. No lo sabía él ni lo sabían los demás. Se trataba de un secreto entre muy pocos, precisamente para que yo pudiese informar a los revolucionarios de lo que Torres estaba haciendo en el pueblo y de lo que proyectaba hacer cada vez que emprendía una excursión para cazar revolucionarios. Iba a ser, pues, muy difícil explicar que yo lo tuve entre mis manos y lo dejé ir tranquilamente, vivo y afeitado.

La barba le había desaparecido casi completamente. Parecía más joven, con menos años de los que llevaba a cuestas cuando entró. Yo supongo que eso ocurre siempre con los hombres que entran y salen de las peluquerías. Bajo el golpe de mi navaja Torres rejuvenecía, sí; porque yo soy un buen barbero, el mejor de este pueblo, lo digo sin vanidad. Un poco más de jabón, aquí, bajo la barbilla, sobre la manzana, sobre esta gran vena. ¡Qué calor! Torres debe estar sudando como yo. Pero él no tiene miedo. Es un hombre sereno que ni siquiera piensa en lo que ha de hacer esta tarde con los prisioneros. En cambio yo, con esta navaja entre las manos, puliendo y puliendo esta piel, evitando que brote sangre de estos poros, cuidando todo golpe, no puedo pensar serenamente. Maldita la hora en que vino, porque yo soy un revolucionario pero no soy un asesino. Y tan fácil como resultaría matarlo. Y lo merece. ¿Lo merece? No, ¡qué diablos! Nadie merece que los demás hagan el sacrificio de convertirse en asesinos. ¿Qué se gana con ello? Pues nada. Vienen otros y otros y los primeros matan a los segundos y éstos a los terceros y siguen y siguen hasta que todo es un mar de sangre. Yo podría cortar este cuello, así, ¡zas! No le daría tiempo de quejarse y como tiene los ojos cerrados no vería ni el brillo de la navaja ni el brillo de mis ojos. Pero estoy temblando como un verdadero asesino. De ese cuello brotaría un chorro de sangre sobre la sábana, sobre la silla, sobre mis manos, sobre el suelo. Tendría que cerrar la puerta. Y la sangre seguiría corriendo por el piso, tibia, imborrable, incontenible, hasta la calle, como un pequeño arroyo escarlata. Estoy seguro de que un golpe fuerte, una honda incisión, le evitaría todo dolor. No sufriría. ¿Y qué hacer con el cuerpo? ¿Dónde ocultarlo? Yo tendría que huir, dejar estas cosas, refugiarme lejos, bien lejos. Pero me perseguirían hasta dar conmigo. “El asesino del Capitán Torres. Lo degolló mientras le afeitaba la barba. Una cobardía”. Y por otro lado: “El vengador de los nuestros. Un nombre para recordar (aquí mi nombre). Era el barbero del pueblo. Nadie sabía que él defendía nuestra causa...” ¿Y qué? ¿Asesino o héroe? Del filo de esta navaja depende mi destino. Puedo inclinar un poco más la mano, apoyar un poco más la hoja, y hundirla. La piel cederá como la seda, como el caucho, como la badana. No hay nada más tierno que la piel del hombre y la sangre siempre está ahí, lista a brotar. Una navaja como ésta no traiciona. Es la mejor de mis navajas. Pero yo no quiero ser un asesino, no señor. Usted vino para que yo lo afeitara. Y yo cumplo honradamente con mi trabajo... No quiero mancharme de sangre. De espuma y nada más. Usted es un verdugo y yo no soy más que un barbero. Y cada cual en su puesto. Eso es. Cada cual en su puesto.

La barba había quedado limpia, pulida y templada. El hombre se incorporó para mirarse en el espejo. Se pasó las manos por la piel y la sintió fresca y nuevecita.
“Gracias”, dijo. Se dirigió al ropero en busca del cinturón, de la pistola y del kepis. Yo debía estar muy pálido y sentía la camisa empapada. Torres concluyó de ajustar la hebilla, rectificó la posición de la pistola en la funda y, luego de alisarse maquinalmente los cabellos, se puso el kepis. Del bolsillo del pantalón extrajo unas monedas para pagarme el importe del servicio. Y empezó a caminar hacia la puerta. En el umbral se detuvo un segundo y volviéndose me dijo:

“Me habían dicho que usted me mataría. Vine para comprobarlo. Pero matar no es fácil. Yo sé por qué se lo digo”. Y siguió calle abajo.


La salvación- Isidoro Blaisten




Isidoro Blaisten nació en Concordia, Argentina, en 1933.  
 Nacido con el apellido Blaisten, posteriormente lo cambiaría pasándose a llamar Isidoro Blastein, aunque en algunas ocasiones también firmó como Blaistein.
Miembro de la Academia Argentina de Letras y de la Real Academia Española. Fue colaborador de la revista El escarabajo de oro
Recibió dos Premios Konex de Platino en la categoría Cuento.
Falleció en Buenos Aires, en 2004. 
Su obra:
Cuento: La felicidad, La salvación, El mago, Dublín al Sur, Cerrado por melancolía, A mí nunca me dejaban hablar, Carroza y reina, Al acecho, Dicho a dicho, Antología personal.
Ensayo: Anticonferencias, Cuando éramos felices.
Novela: Voces en la noche.
Poesía: Sucedió en la lluvia.

La salvación

—Señor —dijo el hombre que buscaba la salvación—, ¿tiene algo que me salve?
El viejo dejó el lápiz encima de la boleta, lo corrió justo hasta el borde del talonario, cerró las tapas, apoyó las manos sobre el mostrador, ladeó la cabeza, y se lo quedó mirando por encima de los lentes.
El hombre ya empezaba a ponerse nervioso. Por fin, el viejo dijo:
—Ajá, ¿conque algo que lo salve?
—Sí. ¿Tiene? —preguntó el hombre esperanzado.
El viejo tiró de la punta que asomaba apenas, extrajo el lápiz y dio unos cuantos golpecitos en el mostrador.
—Conque algo que lo salve —dijo nuevamente.
"Qué despacioso", pensó el hombre, "parece un telegrafista".
El viejo arrugó la cara y miró los estantes de arriba, con un ojo achicado, como si estuviera recordando. Después volvió a observar al hombre, salió de atrás del mostrador, y se alejó hacia el fondo del local, que era muy largo y bastante oscuro. Regresó empujando lentamente una escalera con rueditas, que estaba unida por un riel a los estantes de arriba.
El hombre notó que el viejo renqueaba un poco de la pierna derecha. Creyó que iba a subir, porque ya había apoyado la escalera, muy cerca de él, como a cinco pasos, pero el viejo la sacudió un poco verificando la solidez de los peldaños, se sonrió y dijo:
—Ahora, señor, si usted se diera vuelta...
—¡Eso nunca! —dijo el hombre con el rostro demudado y haciendo un ademán de irse.
—Por favor —dijo el viejo sonriéndose más todavía—. Por favor —volvió a decir—. No me interprete mal. Tiene que ser sin mirar. Dese vuelta y cierre los ojos.
El hombre se dio vuelta y cerró los ojos.
El viejo tardaba. Por fin oyó que subía, respirando fuerte, como si le costase.
El hombre hizo un amago de girar el cuerpo. Desde lo alto escuchó la voz del viejo.
—Ah, no, así no vale. Ya le dije que tiene que ser sin mirar. Dese vuelta y cierre los ojos. ¡Y no espíe, eh!
El hombre apretó fuertemente los párpados, tanto, que la cara se le distendió en una mueca, como si estuviese riendo con la boca cerrada.
Atrás, arriba, el viejo estaba revolviendo algo, alguna mercadería, que hacía ruido a lata. De pronto el sonido cesó. El hombre sintió que el corazón le empezaba a latir apresuradamente. Tuvo miedo. El viejito no la podía encontrar. Ya la había vendido toda. Se daría vuelta en la escalera, y le diría:
—Señor mío, lo siento mucho. No queda más. Ya puede mirar. Y bajando despaciosamente los escalones, agregaría:
—Hasta la semana que viene no hay nada que hacer... Usted tendría que darse una vueltita el jueves, o más seguro el viernes.
Entonces él, saturado de cansancio, preguntaría por rutina:
—Y dígame, señor, ¿no sabe dónde se podrá conseguir por acá cerca?
—Pero no le estoy diciendo, señor, que la semana entrante la recibimos seguro —insistiría el viejo ya un poco amoscado y apoyando la pierna renga en el suelo.
—No, no puedo esperar. Gracias —y tendría que irse, y suicidarse con bicloruro de mercurio.
Pero no fue así. El viejo seguía revolviendo cosas. "Probablemente debe de haber cajas de cartón, también", pensó el hombre, porque por momentos el ruido a lata se amortiguaba.
El viejo dijo:
—Ajá, já, por ai cantaba Garay.
Por la forma como le salió la voz, parecía que estaba tironeando de algo. "Como si estuviera sacando una muela", pensó el hombre.
—Ya está —dijo el viejo.
El hombre dio un salto. Una media vuelta como los soldados.
—Ah, no —dijo el viejo desde arriba-, sin darse vuelta.
El hombre volvió a su posición. No había alcanzado a ver más que el saco color gris rata del viejo, un poco del pantalón marrón, de un marrón muy antiguo, porque le trajo un recuerdo impreciso de cuando era chico, y dos rayas anchas y blancas.
La escalera empezó a crujir. El viejo bajaba. Al hombre le pareció que el descenso se le hacía interminable. 
De frente, escondiendo algo detrás de la espalda, el viejo tarareaba las palabras como los chicos:
—Ya está, ya está, ya está.
Llegó hasta donde estaba el hombre.
—Ahora, sin espiar, se me va a dar vuelta para el otro lado -dijo.
Y le apoyó la mano libre en el hombro, lo ayudó a girar, y verificó que tuviese los ojos bien cerrados.
—¿Ya está? —preguntó el hombre.
—Ya va a estar, ya va a estar —dijo el viejo pasando detrás del mostrador. 
Hizo un ruido con la bobina que al hombre le pareció raro, sobre todo al tirar del papel y al cortarlo. Pensó que ya estaba exagerando. "Cuánta parsimonia", se dijo. 
"Evidentemente, ya está haciendo el paquete. "Y lo que el viejito le estaba por vender debía de ser bastante pesado, porque hizo un ruido contundente al ponerlo sobre el mostrador.
—¿Ya está? —volvió a preguntar el hombre, impaciente, aunque sabía que no estaba, porque recién, recién el viejito lo había acomodado para envolverlo.
—Ya va a estar, ya va a estar —y el hombre oyó nítidamente el crujido del primer doblez.
Además, pensó, debía de ser cuadrado, porque el viejito hacía los pliegues con golpes secos, como siguiendo con la palma de la mano unos ángulos rígidos.
Ahora le estaba poniendo el piolín.
El viejo cortó el sobrante del hilo. "Seguro que con un alicate", pensó el hombre. Después el viejo golpeó con el paquete ya hecho sobre el mostrador y dijo, canturreando la a final como dándole la seguridad al hombre de que efectivamente había terminado:
—Ya está.
El hombre primero abrió los ojos, después sacudió la cabeza como un nadador que sale del agua, se dio vuelta y miró el paquete.
El viejo lo sostenía colgado del moñito, con dos dedos, en un gesto casi gracioso. El hombre vio que tenía forma de prisma, y que estaba eficientemente hecho, con papel madera verde.
"La verdad, que da gusto", pensó. Y sonriendo, lo agarró con las dos manos, como si sacara la sortija.
Lo tuvo un momento contra el pecho. Después, como si recapacitara, lo puso debajo de la axila, y metiendo la mano en el bolsillo del pantalón, preguntó apurado:
—¿Cuánto es?
—Novecientos noventa y cinco pesos —dijo el viejo—. ¿Necesita factura?
—No, no hace falta —dijo el hombre.
El viejo rebuscaba en el cajón del mostrador. El hombre hizo un gesto con la mano rechazando el vuelto.
—Está bien, señor, déjelo.
—Valiente —dijo el viejo dándole una moneda de cinco pesos—. Que lo pase usted bien. Buenas tardes. —Y se agachó para recoger el lápiz que se había caído. 
El hombre apretó el paquete y salió. Recién entonces se dio cuenta de que al abrirse la puerta, sonaba como un carillón, o una caja de música. 
El paquete era más o menos como un ladrillo, no tan grande, como le había parecido al verlo, ni tampoco tan pesado.
El hombre deshizo el nudo con impaciencia, y consiguió desenvolver la primera vuelta del hilo, porque el viejo le había dado dos. 
Cuando le estaba sacando los parches de dúrex, y mientras pensaba: "Qué curioso, no me había dado cuenta de que le había puesto dúrex. Prolijo, el viejito", lo atropelló el Torino de color verde musgo. 
Prácticamente le aplastó la cabeza con la rueda izquierda.
Se juntó un montón de gente.
Lo taparon con una bolsa de cal, que un corredor de seguros mandó traer enseguida de la obra en construcción que estaba al lado.
Cuando llegó la ambulancia, todos se corrieron y le dejaron paso. Deportivamente, bajaron el chofer y el practicante; parecían dos jugadores al entrar a la cancha. Trotaron hasta el hombre, se agacharon, lo destaparon y se miraron entre ellos.
El practicante quiso saber qué había en el paquete. El muerto lo sostenía apretado contra el pecho. Trató de abrirle las manos, pero no pudo. Tampoco pudo separarle los dedos. 
Entonces lo llevaron al hospital Pirovano. Lo bajaron con camilla y todo, y lo dejaron en la guardia, encima de otra camilla verde, con las patas despintadas.
El enfermero fue a llamar a la doctora.
Vino la doctora. La doctora era joven y gorda. Hablaba como un hombre, y decía malas palabras. Cuando lo destapó, hizo un gesto negativo con la cabeza. 
Sintió curiosidad por el paquete. Intentó sacárselo. El practicante le dijo que no era tan fácil, que él ya había probado.
La doctora dijo, poniendo cara de inteligente: "Es que los muertos son muy duros". Y el practicante dijo: "Sí, parecen hijos de vascos".
La doctora tironeó de los restos del dúrex, y los desprendió. Sacó el papel nerviosamente, el doble papel, porque el viejo había sido muy minucioso. Entonces su expresión cambió. Su cara tenía ahora un visaje de asombro y desencanto.
La doctora creyó necesario hacer una frase entre el silencio de todos. La ocasión era propicia y a la doctora le gustaban mucho las frases. miró alternativamente al enfermero, al chofer y al practicante, y dijo:
—Vean a qué cosas se aferran los seres humanos.