Nació en Guayaquil en 1911.
Escribió apenas un puñado de cuentos que se
publicaron en la colección Los que se van junto con Enrique Gil
Gilbert y Demetrio Aguilera Malta. Después de su muerte se añadieron
unos pocos cuentos más que no habían sido publicados, entre ellos
destaca La última erranza.
En 1946 publicó la novela Las cruces sobre el agua.
Escribió también parcialmente
otras dos novelas que han permanecido inéditas: Los guandos y La bruja
hasta 1982 en que Nela Martinez quien fuera compañera del autor,
completó y publicó la novela Los Guandos, publicada por la editorial El Conejo en Ecuador. La bruja sigue esperando ser
publicada.
Falleció en Guayaquil en 1947.
El guaraguao
Era
una especie de hombre. Huraño, solo: con una escopeta de cargar por la boca un guaraguao.
Un
guaraguao de roja cresta, pico férreo, cuello aguarico, grandes uñas y plumaje
negro. Del porte de un pavo chico.
Un
guaraguao es, naturalmente, un capitán de gallinazos. Es el que huele de más
lejos la podredumbre de las bestias muertas para dirigir el enjambre.
Pero
este guaraguao iba volando alrededor o posado en el cañón de te escopeta de
nuestra especie de hombre.
Cazaban
garzas. El hombre las tiraba y el guaraguao volaba y desde media poza las traía
en las garras como un gerifalte.
Iban
solamente a comprar pólvora y municiones a los pueblos. Y a vender las plumas
conseguidas. Allá le decían "Chancho-rengo".
—Ej
er diablo er muy pícaro pero siace er Chancho-rengo...
Cuando
reunía siquiera dos libras de plumas se las iba a vender a los chinos dueños de
pulperías.
Ellos
le daban quince o veinte sucres por lo que valía lo menos cien.
Chancho—rengo
lo sabía. Pero le daba pereza disputar. Además no necesitaba mucho para su
vida. Vestía andrajos. Vagaba en el monte.
Era
un negro de finas facciones y labios sonrientes que hablaban poco.
Suponíase
que había venido de Esmeraldas. Al preguntarle sobre el guaraguao decía:
—Lo
recogí de puro fregao... Luei criao donde chiquito, er nombre ej Arfonso.
—¿Por
qué Arfonso?
—Porque
así me nació ponesle.
Una
vez trajo al pueblo cuatro libras de plumas en vez de dos. Los chinos le dieron
cincuenta sucres.
Los
Sánchez lo vieron entrar con tanta pluma que supusieron que sacaría lo menos
doscientos.
Los
Sánchez eran dos hermanos. Medio peones de Un rico, medio sus esbirros y
"guardaespaldas".
Y
cuando gastados ya diez de los cincuenta sucres, Chancho-rengo se iba a su
monte, lo acecharon.
Era
oscuro. Con la escopeta al hombro y en ella parado el guaraguao, caminaba.
No
tuvo tiempo de defenderse. Ni de gritar. Los machetes cayeron sobre él de todos
lados. Saltó por un lado la escopeta y con ella el guaraguao.
Los
asesinos se agacharon sobre el caído. Reían suavemente. Cogieron el fajo de
billetes que creían copioso.
De
pronto. Serafín, el mayor de los hermanos, chilló:
—
¡Ayayay! ¡Ñaño, me ha picao una lechuza! Pedro, el otro, sintió el aleteo casi
en la cara. Algo alado estaba allí. En la sombra. Algo que defendía al muerto.
Tuvieron
miedo. Huyeron.
Toda
la noche estuvo Chancho-rengo arrojado en la hojarasca. No estaba muerto: se
moría.
Nada
iguala la crueldad de lo ciego y el machete meneado ciegamente le dejó un
mechoncillo de hilachas de vida.
El
frío de la madrugada. Una cosa pesaba en su pecho. Movió casi no podía la mano.
Tocó algo áspero y entreabrió los ojos.
El
alba floreaba de violetas los huecos del follaje que hacía encima un techo.
Le
parecía un cuarto. El cuarto de un velorio. Con raras cortinas azules y negras.
Lo
que tenía en el pecho era el guaraguao.
—Aja
eres vos, ¿Arfonso? No... No... me comas... un... hijo... no... muesde...
ar...padre... loj...otros...
El
día acabó de llegar. Cantaron los gallos de monte. Un vuelo de chocotas muy
bajo: muchísimas. Otro de chiques, más alto.
Una
banda de micos de rama en rama cruzó chillando.
Un
gallinazo pasó arribísima.
Debía
haber visto.
Empezó
a trazar amplios círculos en su vuelo. Apareció otro y comenzó la ronda negra.
Vinieron
más. Como moscas. Cerraron los círculos. Cayeron en loopings.
Iniciaron
la bajada de la hoja seca. Estaban alegres y lo tenían seguro.
¿Se
retardarían cazando nubes?
Uno
se posó tímido en la hierba, a poca distancia.
El
hombre es temible aún después de muerto.
Grave
como un obispo, tendió su cabeza morada. Y vio al guaraguao.
Lo
tomaría por un avanzado. Se halló más seguro y adelantóse. Vinieron más y se
aproximaron aleteando. Bullicio de los preparativos del banquete.
Y
pasó algo extraño.
El
guaraguao como gallo en su gallinero atacó, espoleó, atropello. Resentidos se
separaron, volando a medias, todos los gallinazos. A cierta distancia parecieron
conferenciar: ¡qué egoísta! ¡Lo quería para él sólo!
Encendía
la mañana. Todos los intentos fueron rechazados. Un chorro verde de loros pasó
metiendo bulla. Los gallinazos volaron cobardemente más lejos.
Al
medio día la sangre del cadáver estaba cubierta de moscas y apestaba.
Las
heridas, la boca, los ojos, amoratados.
El
olor incitaba el apetito de los viudos. Vino otro guaraguao. Alfonso, el de
Chancho—rengo, lo esperó, cuadrándose. Sin ring. Sin cancha. No eran ni
boxeadores ni gallos. Encarnizadamente pelearon.
Alfonso
perdió el ojo derecho pero mató a su enemigo de un espolazo en el cráneo. Y
prosiguió espantando a sus congéneres.
Volvió
la noche a sentarse sobre la sabana.
Fue
así como...Ocho días más tarde encontraron el cadáver de Chancho—rengo. Podrido
y con un guaraguao terriblemente flaco —hueso y pluma— muerto a su lado.
Estaba
comido de gusanos y dé hormigas no tenía la huella de un solo picotazo.