Bucles de oro - Eloy Fariña Núñez


Eloy Fariña Núñez (Paraguay 1885 - 1929) fue poeta, ensayista y narrador, autor del monumental Canto secular.
Durante su juventud vivió en Buenos Aires, donde estableció vínculos con varios escritores de renombre, entre los que destaca Leopoldo Lugones.
Sus obras más destacadas en poesía: Canto Secular (1911), el poemario Carmenes (1922).
Su obra narrativa comprende la novela Rhodopia (1912), el libro de cuentos Las vértebras de Pan (1914) y una colección interpretativa de Mitos guaraníes (1926).
En 1912 logró el primer galardón del concurso literario del diario La Prensa de Buenos Aires por su cuento "Bucles de Oro".

Bucles de oro

El nene estaba enfermito. Inmóvil, pálido, con sus ojitos astrosos, respiraba fatigosamente en la cuna, junto a la cual velábamos los dos en silencio.
Era una benigna tarde de invierno. Del vasto rumor de Buenos Aires sólo llegaba a nuestro cuarto de pensión un murmullo tenue. Abajo, sonaban las notas largas y graves de un pistón, en el cual hacía escalas un músico italiano, con tenacidad desesperante. En el patinillo lóbrego de nuestro piso, hablaban a media voz tres modistas sicilianas, de trágicos ojos negros. En el cuarto vecino, canturreaba la patrona, una garrida sevillana.
Estábamos solos, como en una isla desierta, en medio de aquella gente venida de diversas partes del inundo. ¿Qué hacer en tal trance supremo? Por fortuna, el médico había venido y recetado una poción contra el mal. Cada dos horas, Matilde le abría la boca al nene y echaba en ella una cucharadita del jarabe. Pero su respiración se volvía cada vez más entrecortada y ronca. Sentíamos la presencia de la fuerza invisible e irreparable que, a guisa de una sombra progresiva, iba llenando todo el ámbito del cuarto.
-Parece que está mejor-, dijo de pronto Matilde. -¿No ves?
Allí estaba el pobre nenito, con su cabecita rubia, propicia a la caricia, echada sobre la almohada, mirándonos fijamente con santa inocencia. La maldita bronquitis pulmonar le roía los bronquios y los pulmones y la fiebre aumentaba por grados. Sufría visiblemente, y esto era nuestra mayor pena. ¿Qué resistencia podía ofrecer el delicado organismo de una criatura? ¿No era una crueldad espantosa hacer sufrir así a un inocente? En fin, nosotros, los grandes... Con toda nuestra alma hubiéramos deseado arrancarle su mal y padecer nosotros por él. Debía de sufrir mucho, porque hacía tiempo que no sonreía. Era en él la sonrisa algo así como el signo de la vida, la expresión inmaterial del plenario florecimiento de la potencia orgánica que se transfiguraba en dos gotas de luz en sus pupilas, en hebras de oro en sus cabellos y en un divino halo de gracia en sus labios.
Para entibiar la atmósfera y facilitar la respiración del nene, Matilde se apartó por un momento de la cuna y quemó un minúsculo cono de incienso, que sahumó el recinto. Luego, volvió a su asiento. La miré, profundamente abatido. Más que nuestra pena común, me dolía el golpe de la fatalidad, sumado a la evidencia del desamparo. Todo parecía oponerse hasta entonces a la realización de mi plan de conquista de Buenos Aires, a la que había jurado vencer, cuando de mi lejana provincia vine, caballero en mi juventud, hacia la ciudad áurea y seductora, en busca de un campo en qué dar noble empleo a mi actividad. ¿Qué había sido de todos mis ensueños de estudiante? Mi porvenir se obscurecía. En aquellos momentos estuve a punto de desfallecer, porque me pareció que la lucha emprendida era superior a mis fuerzas. Mas no me abandonó la esperanza y, sobre todo, me sostuvo el deseo de imponer mi albedrío a la adversidad.
El músico seguía tocando notas prolongadas, que repercutían en mi espíritu con infinita tristeza. ¿Qué relación sutil había entre las vibraciones sonoras de los instrumentos de cobre y las ondas invisibles de la fatalidad y del dolor? A ciencia cierta, no lo sabía; mas lo positivo era que aquellos sonidos lúgubres aumentaban mi sufrimiento. En la calma del crepúsculo, sonábanme como la expresión musical de mi congoja muda, y oíalos como si fueran las voces del silencio patético que se expandía en mi cuarto, y del destino inexcrutable que rondaba en torno nuestro con señorío augusto.
-¿Oyes Matilde? Esa música me pone mal... Dile...
Matilde fue a hablar con la encargada de la casa y a poco oí que ésta respondía:
-Ya le he dicho que aquí arriba hay un chico enfermo; pero no me ha hecho caso. ¡Qué gente desconsiderada!
Estábamos verdaderamente solos, sin otra compañía que la de nuestro nene moribundo, en aquel rincón de la gran urbe. ¡Ah, Buenos Aires, tentacular sirena del planeta! Nos contemplábamos de nuevo, y sonreíamos melancólicamente.
De pronto, los ojitos sin brillo del enfermo se fijaron, con inmovilidad inquietante, en el techo. Cuando lo advertí, el corazón me palpitó, por intuición inefable, con violencia, y vi que los ojos de mi compañera se llenaban de lágrimas.
-¿Qué será? -me preguntó en voz baja.
-Nada -me atreví a responderle.
Aparté la vista de aquellos ojos, ignorantes del misterio de la vida, que miraban con extraña fijeza el techo, y la clavé en el suelo, resignado. Ella hizo lo propio y en esta actitud permanecimos mucho tiempo silenciosos. Ambos éramos como dos ovejas barridas por la tempestad, en medio del inmenso rebaño humano que nos rodeaba. Hacía siete días que sosteníamos una lucha desesperada con la enfermedad y carecíamos ya de fuerzas para continuarla. Un abatimiento profundo se apoderó de nosotros y nos entregamos, sin aliento, en brazos de lo irreparable. Amilanados, medrosos, pasivos, dejamos transcurrir los minutos, en una como especie de insensibilidad casi animal. Las fuentes de la vida se secaron momentáneamente en nuestras almas. Dejamos de ser criaturas humanas para convertirnos en dos masas maleables, dóciles al menor impulso y susceptibles de ser moldeadas a designio.
Era entrada ya la noche. Matilde encendió la lámpara y la puso a media luz. El silencio circunstante tornábase cada vez más desolado. Jamás experimenté una impresión tan cabal del desierto ciudadano, como entonces. Desde mi cuarto veía pasar las sombras de las jóvenes sicilianas, que iban o venían de la cocina, en incesante ajetreo.
El nene pareció mejorar un poco, pues una sonrisa, imperceptible casi, se diseñó fugazmente en la comisura de sus labios exangües, y decidimos acostarnos vestidos. Como hiciera frío, sacamos al enfermito de la cuna y lo pusimos en nuestra cama, a fin de reanimarlo con el calor de nuestros cuerpos. Magüer la proximidad del desenlace, bien pronto me rendí al sueño. Serían las doce de la noche cuando un grito azorado de Matilde me despertó bruscamente.
-¿Qué pasa? -inquirí con la consiguiente alarma.
-Me parece que el nene ha muerto... Tócalo... Está frío.
Palpé su cuerpecito con ansiedad suprema: estaba, efectivamente, helado.
-Sí, tiene el cuerpo frío -repuse-, pero ¿no estaba ya así?
-No, tenía fiebre, Luis.
-No puede ser... ¿Late aún su corazón?
-Creo que no.
Puse la mano sobre su corazón y comprobé que había cesado de latir.
-¿Será esto la muerte? -interrogué a Matilde con el corazón oprimido.
-No sé... Hace un minuto que oía su ronquido, cuando, de repente, cesó todo y se quedó inerte, como un pajarito.
Aún tenía los ojitos abiertos.
-Ciérralos -sollozó a mi lado Matilde.
-Tengo miedo.
Los cerré piadosamente y deposité un beso conmovido sobre sus párpados cerrados. Luego se oyó, en el silencio nocturno, escapado de una garganta varonil, un sollozo extraño y breve, como un grito de angustia de una bestia repentinamente herida.
Era la primera vez que me hallaba en presencia del cuerpo inanimado de un ser, al que había dado vida, y el misterio de la muerte me pareció a la sazón más enigmático y contradictorio que nunca. La pálida carita del nene había adquirido tal serenidad seráfica, que pensé si la muerte no sería el estado de reposo de una vida trascendente y profunda. Parecía dormido: el silencio, que se cernía sobre sus labios, era apacible, la rigidez de su cuerpo distaba de ser trágica y la blancura de su frente y de sus manos tenía una palidez suave de rayo de luna.
Lloramos en silencio, por largo tiempo, ante el cuerpecito yacente de nuestro hijo, concebido en el dolor y en la esperanza, en aquel cuarto de pensión, aislado del resto del mundo. Debíamos ofrecer un aspecto dramático, llorando delante del cadáver, a la indecisa claridad de la lámpara, bajo el alto misterio de la noche, en medio de la ciudad dormida. Al mismo tiempo que mi corazón sangraba, discurría mi pensamiento. Y bien: fuerza era aceptar lo irreparable, apurar el dolor y marchar adelante. La muerte de esa pobre criatura clamaba al cielo y necesitaba ser vengada. Llevaría su cadáver a cuestas hasta el acabamiento de mi vida. Y, mentalmente, arrojé el guante a Buenos Aires, a la vida y al destino.
Llegó la mañana, luminosa y serena. Por los cristales de la ventana penetró la claridad naciente en nuestro cuarto, e hizo resaltar la blancura metálica del rostro marmóreo del nene. Ascendía de nuevo hasta nosotros el potente ritmo de la vida cotidiana de Buenos Aires. Diríase que la angustia, que hería nuestras almas, tenía algo de egoísta y profanaba la impersonal alegría de todo un pueblo, entregado al trabajo. Antojábaseme que el dolor carecía del derecho de alzarse en el seno de una ciudad esplendente y bulliciosa. El grito de nuestro corazón, presa de la desgracia, no debía turbar el formidable rumor del colmenar urbano atareado.
A la congoja sucedió la resignación en mi ánimo, ante ideas tales; la divina serenidad se aposentó en el hondo de mi ser, y en el transcurso del día, sonreí a solas varias veces, al pensar en las oscuras interrogaciones del hombre frente a las simples, arcaicas y supremas verdades de la vida.
Lo que pasó después se grabó imprecisamente en mi memoria. No recuerdo con fidelidad los detalles de la noche y día siguientes, que fueron para nosotros inacabables.
Han transcurrido varios años desde aquel entonces hasta la fecha. Al principio, evocaba, con su colorido real, el desolado episodio; cerraba los ojos y veía, proyectada con nitidez, en el plano de la cuarta dimensión de los recuerdos, la figura viviente del nene; pero más tarde con el correr del tiempo, fui olvidando, poco a poco, el color de sus ojos, la expresión de su cara, el sello alado de su boca sonriente. Y una densa sombra se ha extendido, por último, bajo el firmamento de mi alma, sobre la diminuta columna truncada de su recuerdo.
Hoy procuro recordar su rostro, asir por un momento su sonrisa, fijar nada más que por un segundo su trémula imagen en mi espíritu; pero todo su ser, leve y fugitivo como el resplandor de su sonrisa, se escapa de mi evocación y, a pesar de mis esfuerzos, no logro definir bien los rasgos exactos de su figura. Y cuando pienso en él, en algunos momentos de mi vida, me invade una dulce y bienhechora tristeza y sólo me acuerdo de que sus bucles eran de oro.


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