El ángel caído - Amado Nervo


Amado Nervo nació en México en 1870. Falleció en Montevideo, Uruguay en 1919.
En su juventud quiso ser clérigo, pero su amor a la poesía más la influencia de Gutiérrez Nájera, «La revista azul» y «Revista moderna», lo llevaron a integrar el ímpetu del modernismo americano. Sus libros más destacados son: «Serenidad» «Elevación», «Plenitud» y «La amada inmóvil».



El ángel caído
Cuento de Navidad dedicado a mi sobrina María de los Ángeles
de Cuentos misteriosos

Érase un ángel que, por retozar más de la cuenta sobre una nube crepuscular teñida de violetas, perdió pie y cayó lastimosamente a la tierra. Su mala suerte quiso que, en vez de dar sobre el fresco césped, diese contra bronca piedra, de modo y manera que el cuitado se estropeó un ala, el ala derecha, por más señas...

El Ángel Caído
Érase un ángel que, por retozar más de la cuenta sobre una nube crepuscular teñida de violetas, perdió pie y cayó lastimosamente a la tierra.
Su mala suerte quiso que, en vez de dar sobre el fresco césped, diese contra bronca piedra, de modo y manera que el cuitado se estropeó un ala, el ala derecha, por más señas.
Allí quedó despatarrado, sangrando, y aunque daba voces de socorro, como no es usual que en la tierra se comprenda el idioma de los ángeles, nadie acudía en su auxilio.
En esto acertó a pasar no lejos un niño que volvía de la escuela, y aquí empezó la buena suerte del caído, porque como lo niños sí suelen comprender la lengua angélica (en el siglo XX mucho menos, pero en fin), el chico allegóse al mísero y sorprendido primero y compadecido después, tendióle la mano y le ayudó a levantarse.
Los ángeles no pesan, y la leve fuerza del niño bastó y sobró para que aquél se pusiese en pie.
Su salvador ofrecióle el brazo y viose entonces el más raro espectáculo: un niño conduciendo a un ángel por los senderos de este mundo.
Cojeaba el ángel lastimosamente, ¡es claro! Acontecíale lo que acontece a los que nunca andan descalzos: el menor guijarro le pinchaba de un modo atroz. Su aspecto era lamentable. Con el ala rota, dolorosamente plegada, manchado de sangre y lodo el plumaje resplandeciente, el ángel estaba para dar compasión.
Cada paso le arrancaba un grito; los maravillosos pies de nieve empezaban a sangrar también.
—No puedo más —dijo al niño.
Y, este, que tenía su miaja de sentido práctico, respondióle: 

A ti (porque desde un principio se tutearon), a ti lo que te falta es un par de zapatos. Vamos a casa, diré a mamá que te los compre.¿Y qué es eso de zapatos? preguntó el ángel.
—Pues mira contestó el niño mostrándole los suyos: algo que yo rompo mucho y que me cuesta buenos regaños.
—¿Y yo he de ponerme eso tan feo...?
—Claro..., ¡o no andas! Vamos a casa. Allí mamá te frotará con árnica y te dará calzado.
—Pero si ya no me es posible andar... ¡cárgame!
—¿Podré contigo?
—¡Ya lo creo!
Y el niño alzó en vilo a su compañero sentándolo en su hombro, como lo hubiera hecho un diminuto San Cristóbal.
—¡Gracias! —suspiró el herido—; qué bien estoy así... ¿Verdad que no peso?
—¡Es que yo tengo fuerzas! —respondió el niño con cierto orgullo y no queriendo confesar que su celeste fardo era más ligero que uno de plumas.
En esto se acercaban al lugar, y os aseguro que no era menos peregrino ahora que antes el espectáculo de un niño que llevaba en brazos a un ángel, al revés de lo que nos muestran las estampas.
Cuando llegaron a la casa, sólo unos cuantos chicuelos curiosos le seguían. Los hombres, muy ocupados en sus negocios, las mujeres que comadreaban en las plazuelas y al borde de las fuentes, no se habían percatado de que pasaban un niño y un ángel. Sólo un poeta que divagaba por aquellos contornos, asombrado clavó en ellos los ojos y sonriendo beatamente los siguió durante buen espacio de tiempo con la mirada... Después se alejó pensativo...
Grande fue la piedad de la madre del niño, cuando éste le mostró a su alirroto compañero.
—¡Pobrecillo! —exclamó la buena señora—; le dolerá mucho el ala, ¿eh?
El ángel, al sentir que le hurgaban la herida, dejó oír un lamento armonioso. Como nunca había conocido el dolor, era más sensible a él que los mortales, forjados para la pena.
Pronto la caritativa dama le vendó el ala, a decir verdad, con trabajo, porque era tan grande que no bastaban los trapos; y más aliviado y lejos ya de las piedras del camino, el ángel pudo ponerse en pie y enderezar su esbelta estatura.
Era maravilloso de belleza. Su piel translúcida parecía iluminada por suave luz interior y sus ojos, de un hondo azul de incomparable diafanidad, miraban de manera que cada mirada producía un éxtasis.


* * *
—Los zapatos, mamá, eso es lo que le hace falta. Mientras no tenga zapatos, ni María ni yo (María era su hermana) podremos jugar con él —dijo el niño.
Y eso era lo que le interesaba sobre todo: jugar con el ángel.
A María, que acaba de llegar también de la escuela, y que no se hartaba de contemplar al visitante, lo que le interesaban más eran las plumas; aquellas plumas gigantescas, nunca vistas, de ave del Paraíso, de quetzal heráldico..., de quimera, que cubrían las alas del ángel. Tanto, que no pudo contenerse, y acercándose al celeste herido, sinuosa y zalamera, cuchicheóle estas palabras: 

Di, ¿te dolería que te arrancase yo una pluma? La deseo para mi sombrero...
—Niña exclamó la madre, indignada, aunque no comprendía del todo aquel lenguaje.
Pero el ángel, con la más bella de sus sonrisas, le respondió extendiendo el ala sana:
—¿Cuál te gusta?
—Ésta tornasolada...
—¡Pues tómala!
Y se la arrancó resuelto, con movimiento lleno de gracia, extendiéndola a su nueva amiga, quien se puso a contemplarla embelesada.
No hubo manera de que ningún calzado le viniese al ángel. Tenía el pie muy chico, y alargado en una forma deliciosamente aristocrática, incapaz de adaptarse a las botas americanas (únicas que había en el pueblo), las cuales le hacían un daño tremendo, de suerte que claudicaba peor que descalzo.
La niña fue quien sugirió, al fin, la buena idea:
—Que le traigan —dijo— unas sandalias. Yo he visto a San Rafael con ellas, en las estampas en que lo pintan de viaje, con el joven Tobías, y no parecen molestarle en lo más mínimo.
El ángel dijo que, en efecto, algunos de sus compañeros las usaban para viajar por la tierra; pero que eran de un material finísimo, más rico que el oro, y estaban cuajadas de piedras preciosas. San Crispín, el bueno de San Crispín, fabricábalas.
Pues aquí —observó la niña— tendrás que contentarte con unas menos lujosas, y déjate de santos si las encuentras.


* * *
Por fin, el ángel, calzado con sus sandalias y bastante restablecido de su mal, pudo ir y venir por toda la casa.
Era adorable escena verle jugar con los niños. Parecía un gran pájaro azul, con algo de mujer y mucho de paloma, y hasta en lo zurdo de su andar había gracia y señorío.
Podía ya mover el ala enferma, y abría y cerraba las dos con movimientos suaves y con un gran rumor de seda abanicando a sus amigos.
Cantaba de un modo admirable, y refería a sus dos oyentes historias más bellas que todas las inventadas por los hijos de los hombres.
No se enfadaba jamás. Sonreía casi siempre, y de cuando en cuando se ponía triste.
Y su faz, que era muy bella cuando sonreía, era incomparablemente más bella cuando se ponía pensativa y melancólica, porque adquiría una expresión nueva que jamás tuvieron los rostros de los ángeles y que tuvo siempre la faz del Nazareno, a quien, según la tradición, &laqno;nunca se le vio reír y sí se le vio muchas veces llorar».
Esta expresión de tristeza augusta, fue, quizá, lo único que se llevó el ángel de su paso por la tierra...


* * *
¿Cuántos días transcurrieron así? Los niños no hubieran podido contarlos; la sociedad con los ángeles, la familiaridad con el Ensueño, tienen el don de elevarnos a planos superiores, donde nos sustraemos a las leyes del tiempo.
El ángel, enteramente bueno ya, podía volar, y en sus juegos maravillaba a los niños, lanzándose al espacio con una majestad suprema; cortaba para ellos la fruta de los más altos árboles, y, a veces, los cogía a los dos en sus brazos y volaba de esta suerte.
Tales vuelos, que constituían el deleite mayor para los chicos, alarmaban profundamente a la madre.
—No vayáis a dejarlos caer por inadvertencia, señor Ángel —gritábale la buena mujer—. Os confieso que no me gustan juegos tan peligrosos...
Pero el ángel reía y reían los niños, y la madre acababa por reír también, al ver la agilidad y la fuerza con que aquél los cogía en sus brazos, y la dulzura infinita con que los depositaba sobre el césped del jardín... ¡Se hubiera dicho que hacía su aprendizaje de Ángel Custodio!
—Sois muy fuerte, señor Ángel —decía la madre, llena de pasmo.
Y el ángel, con cierta inocente suficiencia infantil, respondía:
Tan fuerte, que podría zafar de su órbita a una estrella.


* * *
Una tarde, los niños encontraron al ángel sentado en un poyo de piedra, cerca del muro del huerto, en actitud de tristeza más honda que cuando estaba enfermo.
—¿Qué tienes? —le preguntaron al unísono.
—Tengo —respondió— que ya estoy bueno; que no hay ya pretexto para que permanezca con vosotros...; ¡que me llaman de allá arriba, y que es fuerza que me vaya!
—¿Qué te vayas? ¡Eso nunca! —replicó la niña.
—¿Y qué he de hacer si me llaman?...
—Pues no ir...
—¡Imposible!
Hubo una larga pausa llena de angustia.
Los niños y el ángel lloraban.
De pronto, la chica, más fértil en expedientes, como mujer, dijo:
—Hay un medio de que no nos separemos...
—¿Cuál? —preguntó el ángel, ansioso.
—Que nos lleves contigo.
—¡Muy bien! —afirmó el niño palmoteando.
Y con divino aturdimiento, los tres pusiéronse a bailar como unos locos.
Pasados, empero, estos transportes, la niña quedóse pensativa, y murmuró:
—Pero, ¿y nuestra madre?
—¡Eso es! —corroboró el ángel—; ¿y vuestra madre?
—Nuestra madre —sugirió el niño— no sabrá nada... Nos iremos sin decírselo... y cuando esté triste, vendremos a consolarla.
—Mejor sería llevarla con nosotros —dijo la niña.
—¡Me parece bien! afirmó el ángel. Yo volveré por ella. 

¡Magnífico! 
¿Estáis, pues, resueltos?
Resueltos estamos.
Caía la tarde fantásticamente, entre niágaras de oro.
El ángel cogió a los niños en sus brazos, y de un solo ímpetu se lanzó con ellos al azul luminoso.
La madre en esto llegaba al jardín, y toda trémula violes alejarse.
El ángel, a pesar de la distancia, parecía crecer. Era tan diáfano, que a través de sus alas se veía el sol.
La madre, ante el milagroso espectáculo, no pudo ni gritar. Quedóse alelada, viendo volar hacia las llamas del ocaso aquel grupo indecible, y cuando, más tarde, el ángel volvió al jardín por ella, la buena mujer estaba aún en éxtasis.



Los dos ruiseñores - José Martí


José Martí nació en Cuba en 1852 y murió en Cuba en 1895.
Por su prédica a favor de la independencia de su país estuvo desterrado dos veces en España, viajó por Francia e Inglaterra.
Trabajó en México, Guatemala y Venezuela. Y luego se radicó en los Estados Unidos de América.
Fue el creador de un estilo nuevo en la poesía hispanoamericana.
En su prosa modernista dejó bien claros sus ideales patrióticos.


Los dos ruiseñores
(Versión libre de un cuento de Andersen)

En China vive la gente en millones, como si fuera una familia que no acabase de crecer, y no se gobiernan peor sí, como hacen los pueblos de hombres, sino que tienen de gobernante a un emperador, y creen que es hijo del cielo, porque nunca lo ven sino como si fuera el sol, con mucha luz por junto a él, y de oro el palanquín en que lo llevan, y los vestidos de oro. Pero los chinos están contentos con su emperador, que es un chino como ellos. ¡Lo triste es que el emperador venga de afuera, dicen los chinos, y nos coma nuestra comida, y nos mande matar porque queremos pensar y comer, y nos trate como a sus perros y como a sus lacayos! Y muy galán que era aquel emperador del cuento, que se metía de noche la barba larga en una bolsa de seda azul, para que no lo conocieran, y se iba por las casas de los chinos pobres, repartiendo sacos de arroz y pescado seco, y hablando con los viejos y los niños, y leyendo, en aquellos libros que empiezan por la última página, lo que Confucio dijo de los perezosos, que eran peor que el veneno de las culebras, y lo que dijo de los que aprenden de memoria sin preguntar por qué, que no son leones con alas de paloma, como debe el hombre ser, sino lechones flacos, con la cola de tirabuzón y las orejas caídas, que van donde el porquero les dice que vayan, comiendo y gruñendo. Y abrió escuelas de pintura, y de bordados, y de tallar la madera; y mandó poner preso al que gastase mucho en sus vestidos, y daba fiestas donde se entraba sin pagar, a oír las historias de las batallas y los cuentos hermosos de los poetas; y a los viejecitos los saludaba siempre como si fuesen padres suyos; y cuando los tártaros bravos entraron en China y quisieron mandar en la tierra, salió montado a caballo de su palacio de porcelana blanca y azul, y hasta que no echó al último tártaro de su tierra, no se bajó de la silla. Coma a caballo; bebía a caballo su vino de arroz; a caballo dormía. Y mandó por los pueblos unos pregoneros con trompetas muy largas, y detrás unos clérigos vestidos de blanco que iban diciendo así: "¡Cuando no hay libertad en la tierra, todo el inundo debe salir a buscarla a caballo!" Y por todo eso querían mucho los chinos a aquel emperador galán, aunque cuentan que eran muchas las golondrinas que dejaba sin nido, porque le gustaba mucho la sopa de nidos; y que una vez que otra se ponía a conversar con un frasco de vino de arroz; y lo encontraban tendido en la estera, con la barba revuelta en el suelo, y el vestido lleno de manchas. Esos días no salían las mujeres a la calle, y los hombres iban a su quehacer con la cabeza baja, como si les diera vergüenza ver el sol. Pero eso no sucedía muchas veces, sino cuando se ponía triste porque los hombres no se querían bien ni hablaban la verdad; lo de siempre era la alegría, y la música, y el baile, y los versos, y el hablar de valor y de las estrellas; y así pasaba la vida del emperador, en su palacio de porcelana blanca y azul.

Hermosísimo era el palacio, y la porcelana hecha de la pasta molida del mejor polvo kaolin, que da una porcelana que parece luz, y suena como la música, y hace pensar en la aurora, y en cuanto empieza a caer la tarde. En los jardines había naranjos enanos, con más naranjas que hojas; y peceras con peces de amarillo y carmín, con cinto de oro; y unos rosales con rosas rojas y negras, que tenían cada una su campanilla de plata, y daban a la vez música y olor. Y allá al fondo había un bosque muy grande y hermoso, que daba al mar azul, y en un árbol de los del bosque vivía un ruiseñor, que les cantaba a los pobres pescadores canciones tan lindas, que se olvidaban de ir a pescar; y se les veía sonreír del gusto, o llorar de contento, y abrir los brazos, y tirar besos al aire, como si estuviesen locos. ¡Es mejor el vino de la canción que el vino del arroz!" decían los pescadores. Y las mujeres estaban contentas, porque cuando el ruiseñor cantaba, sus maridos y sus hijos no bebían tanto vino de arroz. Y se olvidaban del canto los pescadores cuando no lo oían; pero en cuanto lo volvían a oír, decían, abrazándose como hermanos: "Qué hermoso es el canto del ruiseñor!"

Venían de afuera muchos viajeros a ver el país; y luego escribían libros de muchas hojas, en que contaban la hermosura del palacio y el jardín, y lo de los naranjos, y lo de los peces, y lo de las rosas roji-negras; pero todos los libros decían que el ruiseñor era lo más maravilloso; y los poetas escribían versos al ruiseñor que vivía en un árbol del bosque, y cantaba a los pobres pescadores los cantos que les alegraban el corazón; hasta que el emperador vio los libros, y del contento que tenía le dio con el dedo tres vueltas a la punta de la barba, porque era mucho lo que celebraban su palacio y su jardín; pero cuando llego a donde hablaban del ruiseñor: "¿Qué ruiseñor es éste dijo, que yo nunca he oído hablar de él? ¡Parece que en los libros se aprende algo! ¡Y esta gente de mi palacio de porcelana, que me dice todos los días que yo no tengo nada que aprender! ¡Venga ahora mismo el mandarín mayor!" Y vino, saludando hasta el suelo, el mandarín mayor, con su túnica de seda azul celeste, de florones de oro. "¡Puh! ¡puh!" contestaba el mandarín hinchando la cabeza, a todos los que le hablaban. Pero el emperador no le decía ni "¡puh!" ni "¡pih!" sino que se echaba a sus pies, con la frente en la estera, esperando, temblando, hasta que le decía "¡levántate!" el emperador.

—¡Levántate! ¿Qué pájaro es éste de que habla este libro, que dicen que es lo más hermoso de todo mi país?

—Nunca he oído hablar de él, nunca dijo el mandarín, arrodillándose en el aire, y con los brazos cruzados—; no ha sido presentado en palacio.
—¡Pues en palacio ha de estar esta noche! ¿Que el mundo entero sabe mejor que yo lo que tengo en mi casa?

—Nunca he oído hablar de él, nunca dijo el mandarín; dio tres vueltas redondas, con los brazos abiertos, se echo a los pies del emperador, con la frente en la estera, y salió de espaldas, con los brazos cruzados, y arrodillándose en el aire.

Y el mandarín empezó a preguntar a todo el palacio por el pájaro. Y el emperador mandaba a cada media hora a buscar al mandarín.

—Si esta noche no está aquí el pájaro, mandarín, sobre las cabezas de los' mandarines he de pasear esta noche.

¡Tsing-pé! ¡Tsing-pé! salió diciendo el mandarín mayor, que iba dando vueltas, con los brazos abiertos, escaleras abajo. Y los mandarines todos se echaron a buscar al pájaro, para que no pasease a la noche sobre sus cabezas el emperador. Hasta que fueron a la cocina del palacio, donde estaban guisando pescado en salsa dulce, e inflando bollos de maíz, y pintando letras coloradas en los pasteles de carne; y allí les dijo una cocinerita, de color de aceituna y de ojos de almendra, que ella conocía el pájaro muy bien, porque de noche iba por el camino del bosque a llevar las sobras de la mesa a su madre que vivía junto al mar, y cuando se cansaba al volver, debajo del árbol del ruiseñor descansaba, y era como si le conversasen las estrellas cuando cantaba el ruiseñor, y como si su madre le estuviera dando un beso.
¡Oh, virgen china!le dijo el mandarín¡digna y piadosa virgen!; en la cocina tendrás siempre empleo, y te concederé el privilegio de ver comer al emperador, si me llevas a donde el ruiseñor canta en el árbol, porque lo tengo que traer a palacio esta noche.

Y detrás de la cocinerita se pusieron a correr los mandarines, con las túnicas de seda cogidas por delante, y la cola del pelo bailándoles por la espalda; y se les iban cayendo los sombreros picudos.

Bramó una vaca, y dijo un mandarincito joven: ¡Oh, qué robusta voz! ¡qué pájaro magnífico!  

Es una vaca que brama dijo la cocinerita. Graznó una rana, y dijo el mandarincito:
¡Oh, qué hermosa canción, que suena con las campanillas!
Es una rana que grazna dijo la cocinerita. Y entonces rompió a cantar de veras el ruiseñor.
¡Ese, es es!dijo la cocinerita, y les enseñó un pajarito, que cantaba en una rama.
¡Ese!dijo el mandarín mayornunca creí que fuera una persona tan diminuta y sencilla; ¡nunca lo creí! O será, mandarines amigos ¡sí, debe ser! que al verse por primera vez frente a nosotros los mandarines, ha cambiado de color.
¡Lindo ruiseñor!decía la cocinerita el emperador desea oírte cantar esta noche.
Y yo quiero cantarcontestó el ruiseñor, soltando al aire un ramillete de arpegios.
¡Suena como las campanillas, como las campanillas de plata!dijo el mandarincito.
¡Lindo ruiseñor! a palacio tienes que venir, porque en palacio es donde está el emperador.
A palacio iré, iré cantó el ruiseñor, con un canto como un suspiro; ¡pero mi canto suena mejor en los árboles del bosque!

El emperador mandó poner el palacio de lujo; y resplandecían con la luz de los faroles de seda y de papel los suelos y las paredes; las rosas rojinegras estaban en los corredores y los atrios, y resonaban sin cesar, entre el bullicio del gentío, las campanillas; en el centro mismo de la sala, donde se le veía más, estaba un para] de oro, para que el ruiseñor cantase en él; y a la cocinerita le dieron permiso para que se quedase en la puerta. La corte estaba de etiqueta mayor, con siete túnicas y la cabeza acabada de rapar. Y el ruiseñor cantó tan dulcemente que le corrían en hilo las lágrimas al emperador; y los mandarines, de veras, lloraban; y el emperador quiso que le pusieran al ruiseñor al cuello su chinela de oro; pero el ruiseñor metió el pico en la pluma del pecho, y dijo "gracias" en un trino tan rico y vigoroso, que el emperador no lo mandó a matar porque no había querido colgarse la chinela. Y en su canto decía el ruiseñor: "No necesito la chinela de oro, ni el botón colorado, ni el birrete negro, porque ya tengo el premio más grande, que es hacer llorar a un emperador".

Aquella noche, en cuanto llegaron a sus casas, todas las damas tomaron sorbos de agua, y se pusieron a hacer gárgaras y gorgoritos, y ya se creían muy finos ruiseñores. Y la gente de establo y cocina decía que estaba bien, lo que es mucho decir, porque esa es gente que lo halla mal todo. Y el ruiseñor tenía su caja real, con permiso para volar dos veces al día, y una en la noche. Doce criados de túnica amarilla lo sujetaban cuando salía a volar por doce hilos de seda. En la ciudad no se hablaba más que del canto, y en cuanto uno decía "rui..." el otro decía "...señor". Y Llamaba "ruiseñor" a los niños que nacían, pero ninguno cantó nunca una nota.

Un día recibió el emperador un paquete, que decía "El Ruiseñor" en la tapa, y creyó que era otro libro sobre el pájaro famoso; pero no era libro, sino un pájaro de metal que parecía vivo en su caja de oro, y por plumas tenía zafiros, diamantes y rubíes, y cantaba como el ruiseñor de verdad en cuanto le daban cuerda, moviendo la cola de oro y plata; llevaba al cuello una cinta con este letrero: "¡El ruiseñor del emperador de China es un aprendiz, junto al del emperador del Japón!"
¡Hermoso pájaro es!dijo toda la corte, y le pusieron el nombre de "gran pájaro internacional"; porque se usan estos nombres en China, pomposos y largos; pero cuando puso el emperador a cantar juntos al ruiseñor vivo y al artificial, no anduvo el canto bueno, porque el vivo cantaba como le nacía del corazón, sincero y libre, y el artificial cantaba a compás, y no salía del valse.
¡A mi gusto! ¡esto es a mi gusto!decía el maestro de música; y canto sólo el pájaro de las piedras, tan bien como el vivo. ¡Y luego, tan lleno de joyas que relumbraban, lo mismo que los brazaletes, y los joyeles, y los broches! Treinta y tres veces seguidas cantó la misma tonada sin cansarse, y el maestro de música y la corte lo hubieran oído con gusto una vez más, si no hubiese dicho el emperador que el vivo debía cantar algo. ¿El vivo? Lejos estaba, lejos de la corte y del maestro de música. Los vio entretenidos, y se les escapo por la ventana.
¡Oh, pájaro desagradecido!dijo el mandarín mayor, y dio tres vueltas redondas, y se cruzo de brazos.
Pero mejor mil veces es este pájaro artificial decía el maestro de música; porque con el pájaro vivo, nunca se sabe como va a ser el canto, y con éste, se está seguro de lo que va a ser; con éste todo está en orden, y se le puede explicar al pueblo las reglas de la música.

Y el emperador dio permiso para que el domingo sacase el maestro al pájaro a cantar delante del pueblo, que parecía muy contento, y alzaba el dedo y decía que sí con la cabeza; pero un pobre pescador dijo "que él había oído al ruiseñor del bosque, y que éste no era como aquél, porque le faltaba algo de adentro, que él no sabía lo que era". El emperador mando desterrar al ruiseñor vivo, y al otro de la caja se lo pusieron a la cabecera, en un cojín de seda, con muchos presentes de joyas y de argentería, y lo llamaban por título de corte "cantor de alcoba y pájaro continental, que mueve la cola como el emperador se la manda mover". Y el maestro de música se sintió tan feliz que escribió un libro de veinticinco tomos sobre el ruiseñor artificial, con muchos esdrújulos y palabras de extraña sabiduría; y la corte entera dijo que lo había leído y entendido, de miedo de que los tuviesen por gente fofa y de poca educación, y de que el emperador se pasease sobre sus cabezas.

Pasó un año, y emperador, corte y país conocían como cosa de sí mismos cada gorgeo, y vuelta del "pájaro continental"; y como que lo podían entender, lo declaraban magnífico ruiseñor. Cantaban su valse los cortesanos todos. Y los chicuelos de la calle. Y el emperador lo cantaba también, y lo bailaba, cuando estaba solo con su vino de arroz. Era un valse el imperio, que andaba a compás, con mucho orden, al gusto del maestro de música. Hasta que una noche, cuando estaba el pájaro en lo mejor del canto, y el emperador lo oía, tendido en su cama de randas y colgaduras, saltó un resorte de la máquina del ruiseñor, como huesos que se caen sonaron las ruedas, y paró la música. Se echó de la cama el emperador, y mandó llamar a un médico. El médico no supo que hacer; y vino el relojero. El relojero, mal que bien, puso las ruedas locas en su lugar, pero encargó que usasen del pájaro muy poco, porque estaban gastados los cilindros, y el ruiseñor aquel no podía en verdad cantar más de una vez al año. El maestro de música le echó encima un discurso al relojero, y le dijo traidor, y venal, chino espúreo, y espía de los tártaros, porque decía que el pájaro continental no podía cantar más que una vez. En la puerta iba ya el relojero, y todavía le estaba diciendo el maestro de música malas palabras: "¡traidor! ¡venal! ¡chino espúreo! ¡espía de los tártaros!" Porque estos maestros de música de las cortes no quieren que la gente honrada diga la verdad desagradable a sus amos.

Cinco años después había mucha tristeza en la China, porque estaba al morir el pobre emperador, tanto que tenían nombrado ya al nuevo, aunque el pueblo agradecido no quería oír hablar de él, y se aprestaba a preguntar por el enfermo a las puertas del mandarín, que los miraba de arriba a abajo, y decía: "¡Puh!". "¡Puh! repetía la pobre gente, y se iba a su casa llorando.

Pálido y frío estaba en su cama de randas y colgaduras el emperador, y los mandarines todos lo daban por muerto, y se pasaban el día dando las tres vueltas con los brazos abiertos, delante del que debía subir al trono. Comían muchas naranjas, y bebían té con limón. En los corredores habían puesto tapices, para que no sonara el paso. No se oía en el palacio sino un ruido de abejas.

Pero el emperador no estaba muerto todavía. Al lado de su cama estaba el pájaro roto. Por una ventana abierta entraba la luz de la luna sobre el pájaro roto, y el emperador mudo y lívido. Sintió el emperador un peso extraño sobre su pecho, y abrió los ojos para ver. Vio a la Muerte, sentada sobre su pecho. Tenía en las sienes su corona imperial, y en una mano su espada de mando, y en la otra mano su hermosa bandera. Y por entre las colgaduras vio asomar muchas cabezas raras, bellas unas y como con luz, otras feas y de color de fuego. Eran las buenas y las malas acciones del emperador, que le estaban mirando a la cara. "¿Te acuerdas?" le decían las malas acciones. "¿Te acuerdas?" le decían las buenas acciones. "¡Yo no me acuerdo de nada, de nada!" decía el emperador: "¡música, música! ¡tráiganme la tambora mandarina, la que hace más ruido, para no oír lo que me dicen mis malas acciones!" Pero las acciones seguían diciendo: "¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas?" "¡Música, música!" gritaba el emperador; "¡oh, hermoso pájaro de oro, canta, te ruego que cantes ¡yo te he dado regalos ricos de oro! ¡yo te he colgado al cuello mi chinela de oro! ¡te ruego que cantes!" Pero el pájaro no cantaba. No había uno que supiera darle cuerda. No daba una sola nota.

Y la Muerte seguía mirando al emperador con sus ojos huecos y fríos, y en el cuarto había una calma espantosa, cuando de pronto entro por la ventana el son de una dulce música. Afuera, en la rama de un árbol, estaba cantando el ruiseñor vivo. Le habían dicho que estaba muy enfermo el emperador, y venía a cantarle de fe y de esperanza. Y según iba cantando eran menos negras las sombras, y corría la sangre más caliente en las venas del emperador, y revivían sus carnes moribundas. La Muerte misma escuchaba, y le dijo: "¡Sigue, ruiseñor, sigue!" Y por un canto, le dio la Muerte la corona de oro; y por otro, la espada de mando; y por otro canto más, le dio la hermosa bandera. Y cuando ya la Muerte no tenía ni la bandera, ni la espada, ni la corona del emperador, canto el pájaro de la hermosura del camposanto, donde la rosa blanca crece, y da el laurel sus aromas a la brisa, y dan brillo y salud a la yerba las lágrimas de los dolientes. Y tan hermoso vio la Muerte en el canto a su jardín, que lo quiso ir a ver, y se levantó del pecho del emperador, y desapareció como un vapor por la ventana.
¡Gracias, gracias, pájaro celeste!decía el emperador—. Yo te desterré de mi reino, y tú destierras a la muerte de mi corazón. ¿Como te puedo yo pagar?
Tú me pagaste ya, emperador, cuando te hice llorar con mi canto; las lágrimas que arranca a las almas de los hombres son el único premio digno del pájaro cantor. Duerme. emperador, duerme; yo cantaré para ti.

Y con sus trinos y arpegios se fue durmiendo el enfermo en un sueño de salud. Cuando despertó, entraba el sol, como oro vivo, por la ventana. Ni uno sólo de sus criados, ni un solo mandarín, había venido a verlo. Lo creían muerto todos. El ruiseñor no más estaba junto a su cama; el ruiseñor, cantando.

—¡Siempre estarás junto a mi! ¡En el palacio vivirás, y cantarás cuando quieras! ¡Yo romperé al pájaro artificial en mil pedazos!

—No lo rompas en mil pedazos, emperador; el te sirvió bien mientras pudo; yo no puedo vivir en el palacio, ni fabricar entre los cortesanos mi nido. Yo vendré al árbol que cae a tu ventana, y te cantare en la noche, para que tengas sueños felices. Te cantare de los malos y de los buenos, y de los que gozan y de los que sufren. Los pescadores me esperan, emperador, en sus casas pobres de la orilla del mar. El ruiseñor no puede ser infiel a los pescadores. Yo te vendré a cantar en la noche, si me prometes una cosa.

—¡Todo te lo prometo! —dijo el emperador, que se había levantado de su cama, y tenía puesta la túnica imperial, y en la mano su gran espada de oro.
—¡No digas que tienes un pájaro amigo que te lo cuenta todo, porque le envenenarán el aire al pájaro! Y salió volando el ruiseñor, y echando al aire un ramillete de arpegios.

Los mandarines entraron de repente en el cuarto, detrás del mandarín mayor, a ver al emperador muerto. Y lo vieron de pie, con su túnica imperial; con la mano de la espada puesta al corazón. Y se oía, como una risa, el canto del ruiseñor.

—¡Tsing-pé! ¡Tsing-pé! —dijo el gran mandarín, y dio dieciocho vueltas seguidas con los brazos abiertos, y se echó por tierra, con la frente a los pies del emperador. Y a los mandarines, arrodillados en el aire, les temblaba en la nuca la cola.


Un cuento para Jeannette - Rubén Darío


Félix Rubén García Sarmiento, conocido como Rubén Darío nació en Nicaragua (en Metapa, hoy Ciudad Darío) en 1867, murió en 1916.
Fue el máximo representante del Modernismo literario en la lengua española.
Si bien no fue él quien dio nacimeinto al modernismo, con la publicación de su libro Azul marcaría su inicio, y su libro Prosas profanas sería considerado el triunfo de este movimiento en las letras hispanoamericanas.



Un cuento para Jeannette

 
Jeannette, ven a ver la dulzura de la tarde. Mira ese suave oro crepuscular, esa rosa de ala de flameno, fundido en tan compasivo azul. La cúpula de la iglesia se recorta, negra, sobre la pompa vespertina, Jeannette, mira la partida del día, la llegada de la noche; y en este amable momento haz que tu respirar mueva mis cabellos, y tu perfume me dé ayuda de ensueños, y tu voz, de cuando en cuando, despedace, ingenuamente el cristal sutil de mis meditaciones.
Porque tú tienes la culpa ¡oh, Jeannette! De no ser duquesa. Mucho lo dice tu perfil, tu orgulloso y sonrosado rostro, igual en un todo al de la trágica María Antonieta, que con tanta gracia sabía medir el paso de la pavana. Si J`Suzzette, J´adore Suzon, dice el omnipotente Lírico de Francia, en un verso en que Júpiter se divierte. Tú, Jeannette, no eres Jeannetton, por la virtud de tu natural imperio, y así como eres Jeannetton, por la virtud de tu natural imperio, y así como eres Jeannette, te quiero Jeannette. Y cuando callas, que es muchas veces, pues posees el adorable don del silencio, mi fantasía tiene a bien regalarte un traje de corte que oculta tus percales, y una gran cabellera empolvada y unos caprichos de pájaro imperial que comiera gustoso fresas y corazones; y una guillotina...
Jeannette, ¿qué te dice el crepúsculo? Yo lo miro reflejarse en tus ojos, en tus dos enigmáticos y negros ojos, en tus dos enigmáticos y negros y diamantinos ojos de ave extraña. (Serían los ojos del papemor fabulosos como los tuyos).
Yo te cantaré ahora un cuento crepuscular, con la precisa condición de que no has de querer comprenderlo: pues sin intentas abrir los labios, volarán todos los papemores del cuento. Oye, nada más; mira, nada más. Oye, si suenan músicas que has oído en un tiempo, cuando eras jardinera en el reino de Mataquín y pasaban los principes de caza; ve, si crees reconocer rostros en el cortejo, y si las pedrerías moribundas de esta tarde te hacen revivir en la memoria un tiempo de fabulosa existencia...
Este era un rey... (En tu cabecita encantadora, mi Jeannette, no acaban de soltarse las llaves de las fuentes de colores? ¿No te llama el acento de Tus Mil y una noches?.
El rey era Belzor, en las islas Opalinas, más allá de la tierra en que viviera Camaralzamán. Y el rey Belzor, como todos los reyes, tenía una hija; y ella había nacido en un día melancólico, al nacer también en la seda del cielo el lucero de la tarde.
Como todas las princesas, Vespertina éste era su nombre tenía por madrina una hada, la cual el día de su nacimiento había predicho toda suerte de triunfos, toda felicidad, con la única condición de que, por ser nacida bajo signos arcanos especiales, no mostraría nunca su belleza, no saldría de su palacio de plata pulida y de marfil, sino en la hora en que surgiese, en la celeste seda, el lucero de la tarde, pues Verpertina era una flor crepuscular. Por eso cuando el sol brillaba en su melodía, nada más triste que las islas solitarias y como agotadas; más cuando llegaba la hora delicada del poniente, no había alegría comparable a la de las islas. Verpertina salía, desde su infancia, a recorrer sus jardines y kioscos, y ¡oh, adorable alegría!, ¡oh, alegría llena de una tristeza infinitamente sutil... los cisnes cantaban en los estanques, como si estuviesen próximos a las más deliciosa agonía; y los pavos reales, bajo las alamedas, o en los jardines de extraña geometría, se detenían, con aires hieráticos, cual si esperasen ver venir algo...
Y era Verspertina que pasaba, con paso de blanca sombra, pues su belleza dulcemente fantasmal dábale el aire de una princesa astral, cuya carne fuese impalpable y cuyo beso tuviese por nombre: Imposible.
Bajo sus pies brillaban los ópalos y las perlas; en las frescas rosas blancas, en los trémulos tirsos de los jazmineros.
Delante de ella iba su galgo de color de la nieve, que había nacido en la luna, el cual tenía ojos de hombre.
Y todo era silencio armonioso a su paso, por los jardines, por los kioscos, por las alamedas, hasta que ella se detenía, al resplandor de la luna que aparecía, a escuchar la salutación del ruiseñor, que le decía:
Princesa Verpertina, en un en país remoto está el príncipe Azur,
que ha de traer a tus labios y a tu corazón las más gratas mieles.
Mas no te dejes encantar por el encanto del príncipe rojo, que tiene
una coraza de sol y un penacho de llamas.
Y Vespertina íbase a su camarín, en su palacio de plata pálida y marfil... ¿A pensar en el príncipe Azur? No, Jeannette, a pensar en el príncipe Rojo.
Porque Vespertina, aunque tan etérea, era mujer, y tenía una cabecita que pensaba asï: El ruiseñor es un pájaro que canta divinamente; pero es muy parlanchín, y el príncipe Rojo debe de tener jaleas y pasteles que no sabe hacer el cocinero del rey Balzor.
El cual dijo un día a su hija:
Han venido dos embajadores a pedir tu mano. El uno llegó en
una bruma perfumada, y dijo su mensaje acompañando las palabras
con un son de viola. El otro, al llegar, ha secado los rosales del
jardín, pues su caballo respiraba fuego. El uno dice: Mi amo es el
príncipe Azur. El otro dice: Mi amo es el príncipe Rojo.
Era la hora del crepúsculo y el ruiseñor cantaba en la ventana de Vespertina a plena garganta: Princesa Vespertina, en un país remoto está el príncipe Azur, que ha de traer a tus labios y a tu corazón las más gratas mieles. Mas no te dejes encantar por el encanto del príncipe Rojo, que tiene una coraza de sol y un penacho de llamas.
¡Por el lucero de la tarde! dijo Vespertina, juro que no me he de casar, padre mío, sino con el principe Rojo.
Y así fue dicho al mensajero del caballo de fuego el cual partió sonando un tan sonoro olifante, que hacía temblar los bosques.
Y días después oyóse otro mayor estruendo cerca de las islas Opalinas; y se cegaron los cisnes y los pavos reales.
Porque como un mar de fuego era el cortejo del príncipe Rojo; el cual tenía una coraza de sol y un penacho de llama; tal como si fuese el sol mismo.
Y dijo:
¿Dónde está, ¡oh, rey Belzor, tu hija, la princesa Vespertina? Aquí está mi carroza roja para llevarla a mi palacio.
Y entre tanto en las islas era como el mediodía, la luz lo corroía todo, como un ácido; y del palacio de marfil y de plata pálida, salió la princesa Vespertina.
Y acontecía que no vio la faz del príncipe Rojo, porque de pronto se volvió ciega, como los pavos reales y los cisnes; y al querer adelantarse a la carroza, sintió que su cuerpo fantasmal se desvanecía; y, en medio de una inmensa desolación luminosa, se desvaneció como un copo de nieve o un algodón de nube... Porque ella era una flor crepuscular; y porque, si el sol se presenta, desaparece en el azul el lucero de la tarde.
Jeannette, a las flores crepusculares, sones de viola, a los cisnes, pedacitos de pan en el estanque; a los ruiseñores, jaulas bonitas, y ricas jaleas como las que quería comer la golosa Vespertina, a las muchachas que se portan bien.
¡Zut!dice Jeannette.


Crepúsculo - José Asunción Silva



José Asunción Silva
nació y murió en Bogotá, Colombia (1865-1896).

Fue uno de los más importantes precursores del modernismo.
Su producción poética conservada, no es muy abundante: El libro de versos, Gotas amargas y Versos varios.



 


Crepúsculo

En la tarde, en las horas del divino
crepúsculo sereno,
se pueblan de tinieblas los espacios
y las almas de sueños.

Sobre un fondo de tonos nacarados
la silueta del templo
las altas tapias del jardín antiguo
y los árboles negros,
cuyas ramas semejan un encaje
movidas por el viento
se destacan oscuras, melancólicas
como un extraño espectro!

En estas horas de solemne calma
vagan los pensamientos
y buscan a la sombra de lo ignoto
la quietud y el silencio.
Se recuerdan las caras adoradas
de los queridos muertos
que duermen para siempre en el sepulcro
y hace tanto no vemos.

Bajan sobre las cosas de la vida
las sombras de lo eterno
y las almas emprenden su viaje
al país del recuerdo.
También vamos cruzando lentamente
de la vida el desierto
también en el sepulcro helada sima
más tarde dormiremos.

Que en la tarde, en las horas del divino
crepúsculo sereno
se pueblan de tinieblas los espacios
y las almas de sueños! 




Éxtasis - Amado Nervo


Amado Nervo
nació en México en 1870.
Falleció en Montevideo, Uruguay en 1919.
En su juventud quiso ser clérigo, pero su amor a la poesía más la influencia de Gutiérrez Nájera, «La revista azul» y «Revista moderna», lo llevaron a integrar el ímpetu del modernismo americano.
Sus libros más destacados son: «Serenidad» «Elevación», «Plenitud» y «La amada inmóvil».


Éxtasis



Cada rosa gentil ayer nacida,
cada aurora que apunta entre sonrojos,
dejan mi alma en el éxtasis sumida
nunca se cansan de mirar mis ojos
¡el perpetuo milagro de la vida!

Años ha que contemplo las estrellas

en las diáfanas noches españolas
y las encuentro cada vez mas bellas.
Años ha que en el mar conmigo a solas,
¡y aún me pasma el prodigio de las olas!

Cada vez hallo la naturaleza
más sobrenatural, más pura y santa,
Para mí, en rededor, todo es belleza:
y con la misma plenitud me encanta
la boca de la madre cuando reza
que la boca del niño cuando canta.

Quiero ser inmortal con sed intensa,
porque es maravilloso el panorama
con que nos brinda la creación inmensa;
porque cada lucero me reclama,
diciéndome al brillar: "Aquí se piensa,
también aquí se lucha, aquí se ama."



El camino de Damasco - Julián del Casal

Julián del Casal, Cuba 1863-1893.
Abandonó sus estudios de leyes para dedicarse a la literatura. Viajó a Europa (Madrid) y volvió a Cuba.
Trabajó como escribiente en la Intendencia de Hacienda y de corrector y periodista luego.
En la obra de Casal se ven todos los elementos que constituyeron la temática y el carácter del modernismo. Fue amigo de Rubén Darío.



El camino de Damasco



Lejos brilla el Jordán de azules ondas

que esmalta el Sol de lentejuelas de oro,
atravesando las tupidas frondas,
pabellón verde del bronceado toro.

Del majestuoso Líbano en la cumbre
erige su ramaje el cedro altivo,
y del día estival bajo la lumbre
desmaya en los senderos el olivo.

Piafar se escuchan árabes caballos
que, a través de la cálida arboleda,
van levantando con su férreos callos,
en la ancha ruta, opaca polvareda.

Desde el confín de las lejanas costas,
sombreadas por los ásperos nopales,
enjambres purpurinos de langostas
vuelan a los ardientes arenales.

Ábrense en las llanuras las cavernas
pobladas de escorpiones encarnados,
y al borde de las límpidas cisternas
embalsaman el aire los granados.

En fogoso corcel de crines blancas,
lomo robusto, refulgente casco,
belfo espumante y sudorosas ancas,
marcha por el camino de Damasco.

Saulo, eleva su bruñida lanza
que, a los destellos de la luz febea,
mientras el bruto relinchando avanza,
entre nubes de polvo centellea.

Tras las hojas de oscuros olivares
mira de la ciudad los minaretes,
y encima de los negros almenares
ondear los azulados gallardetes.

Súbito, desde lóbrego celaje
que desgarró la luz de hórrido rayo,
oye la voz de célico mensaje,
cae transido de mortal desmayo,

bajo el corcel ensangrentado rueda,
su lanza estalla con vibrar sonoro
y, a los reflejos de la luz, remeda
sierpe de fuego con escamas de oro.

Los médanos - Manuel González Prada


José Manuel de los Reyes González de Prada y Ulloa
, conocido como Manuel González Prada, escritor peruano. Nació en Lima en 1844 y murió, también en Lima, en 1918.
Considerado el más alto exponente del realismo peruano y precursor del modernismo americano.




Los médanos
 de Baladas peruanas


                        Somos antiguas bellezas,
                    De seno ardiente y lascivo,
                    Que el Imperio mancillamos
                    Con impúdicos delitos.

                      Rugió furioso el Monarca,
                    Y en tonantes voces dijo:
                    -"Id a morar en las costas,
                    Peste y mal de mis dominios".

                      Y guiadas, impelidas
                    Por oculto y ciego instinto,
                    A las costas inclementes
                    De un helado mar vinimos.

                      ¡Ay! Lloramos transformadas
                    En arenas sin abrigo,
                    Que el candente Sol abrasa,
                    Que el viento hiela de frío.

                      Ya somos alta colina,
                    Ya somos llano tendido;
                    Que mudamos y mudamos
                    Sin voluntad y sin tino.

                      Hoy al pie de las montañas,
                    Mañana orillas del río,
                    La ansiada ruta cerramos
                    Al dudoso peregrino.

                      Caminamos, caminamos,
                    En Invierno y en Estío:
                    ¡Nunca cesa nuestra marcha!
                    ¡Nunca cesa nuestro giro!

                      Un instante, un solo instante
                    De dulce calma pedimos;
                    Y ¡los vientos nos arrastran
                    En furioso torbellino!
 
                     * Inconcluso en el manuscrito.
 
 

Lluvia de fuego - Leopoldo Lugones



Leopoldo Lugones nació en Córdoba, Argentina en 1874 y murió en el delta del Tigre, provincia de Buenos Aires en 1938.
Fue poeta, ensayista, periodista y político.
Entre sus principales obras literarias figuran La guerra gaucha, Las fuerzas extrañas, El payador, El ángel de la sombra y Cuentos fatales.



Lluvia de fuego
del libro de cuentos Las fuerzas extrañas

Recuerdo que era un día de sol hermoso, lleno del hormigueo popular, en las calles atronadas de vehículos. Un día asaz cálido y de tersura perfecta.
Desde mi terraza dominaba una vasta confusión de techos, vergeles salteados, un trozo de bahía punzado de mástiles, la recta gris de una avenida...
A eso de las once cayeron las primeras chispas. Una aquí, otra allá —partículas de cobre semejantes a las morcellas de un pábilo; partículas de cobre incandescente que daban en el suelo con un ruidecito de arena. El cielo seguía de igual limpidez; el rumor urbano no decrecía. Únicamente los pájaros de mi pajarera cesaron de cantar.
Casualmente lo había advertido, mirando hacia el horizonte en un momento de abstracción. Primero creí en una ilusión óptica formada por mi miopía. Tuve que esperar largo rato para ver caer otra chispa, pues la luz solar anegábalas bastante; pero el cobre ardía de tal modo, que se destacaban lo mismo. Una rapidísima vírgula de fuego, y el golpecito en la tierra. Así, a largos intervalos.
Debo confesar que al comprobarlo, experimenté un vago terror. Exploré el cielo en una ansiosa ojeada. Persistía la limpidez. ¿De dónde venía aquel extraño granizo? ¿Aquel cobre? ¿Era cobre?...
Acababa de caer una chispa en mi terraza, a pocos pasos. Extendí la mano; era, a no caber duda, un gránulo de cobre que tardó mucho en enfriarse. Por fortuna la brisa se levantaba, inclinando aquella lluvia singular hacia el lado opuesto de mi terraza. Las chispas eran harto ralas, además. Podía creerse por momentos que aquello había ya cesado. No cesaba. Uno que otro, eso sí, pero caían siempre los temibles gránulos.
En fin, aquello no había de impedirme almorzar, pues era el mediodía. Bajé al comedor atravesando el jardín, no sin cierto miedo de las chispas. Verdad es que el toldo, corrido para evitar el sol, me resguardaba...
¿Me resguardaba? Alcé los ojos; pero un toldo tiene tantos poros, que nada pude descubrir.
En el comedor me esperaba un almuerzo admirable; pues mi afortunado celibato sabía dos cosas sobre todo: leer y comer. Excepto la biblioteca, el comedor era mi orgullo. Ahíto de mujeres y un poco gotoso, en punto a vicios amables nada podía esperar ya sino de la gula. Comía solo, mientras un esclavo me leía narraciones geográficas. Nunca había podido comprender las comidas en compañía; y si las mujeres me hastiaban, como he dicho, ya comprenderéis que aborrecía a los hombres.
¡Diez años me separaban de mi última orgía! Desde entonces, entregado a mis jardines, a mis peces, a mis pájaros, faltábame tiempo para salir. Alguna vez, en las tardes muy calurosas, un paseo a la orilla del lago. Me gustaba verlo, escamado de luna al anochecer, pero esto era todo y pasaba meses sin frecuentarlo.
La vasta ciudad libertina era para mí un desierto donde se refugiaban mis placeres. Escasos amigos; breves visitas; largas horas de mesa; lecturas; mis peces; mis pájaros; una que otra noche tal cual orquesta de flautistas, y dos o tres ataques de gota por año...
Tenía el honor de ser consultado para los banquetes, y por ahí figuraban, no sin elogio, dos o tres salsas de mi invención. Esto me daba derecho —lo digo sin orgullo— a un busto municipal, con tanta razón como a la compatriota que acababa de inventar un nuevo beso.
Entre tanto, mi esclavo leía. Leía narraciones de mar y de nieve, que comentaban admirablemente, en la ya entrada siesta, el generoso frescor de las ánforas. La lluvia de fuego había cesado quizá, pues la servidumbre no daba muestras de notarla.
De pronto, el esclavo que atravesaba el jardín con un nuevo plato, no pudo reprimir un grito. Llegó, no obstante, a la mesa; pero acusando con su lividez un dolor horrible. Tenía en su desnuda espalda un agujerillo, en cuyo fondo sentíase chirriar aún la chispa voraz que lo había abierto. Ahogámosla en aceite, y fue enviado al lecho sin que pudiera contener sus ayes.
Bruscamente acabó mi apetito; y aunque seguí probando los platos para no desmoralizar a la servidumbre, aquélla se apresuró a comprenderme. El incidente me había desconcertado.
Promediaba la siesta cuando subí nuevamente a la terraza. El suelo estaba ya sembrado de gránulos de cobre; mas no parecía que la lluvia aumentara. Comenzaba a tranquilizarme, cuando una nueva inquietud me sobrecogió. El silencio era absoluto. El tráfico estaba paralizado a causa del fenómeno, sin duda. Ni un rumor en la ciudad. Sólo, de cuando en cuando, un vago murmullo de viento sobre los árboles. Era también alarmante la actitud de los pájaros. Habíanse apelotonado en un rincón, casi unos sobre otros. Me dieron compasión y decidí abrirles la puerta. No quisieron salir; antes se recogieron más acongojados aún. Entonces comenzó a intimidarme la idea de un cataclismo.
Sin ser grande mi erudición científica, sabía que nadie mencionó jamás esas lluvias de cobre incandescente. ¡Lluvias de cobre! En el aire no hay minas de cobre. Luego aquella limpidez del cielo no dejaba conjeturar la procedencia. Y lo alarmante del fenómeno era esto. Las chispas venían de todas partes y de ninguna. Era la inmensidad desmenuzándose invisiblemente en fuego. Caía del firmamento el terrible cobre —pero el firmamento permanecía impasible en su azul. Ganábame poco a poco una extraña congoja; pero, cosa rara: hasta entonces no había pensado en huir. Esta idea se mezcló con desagradables interrogaciones. ¡Huir! ¿Y mi mesa, mis libros, mis pájaros, mis peces que acababa precisamente de estrenar un vivero, mis jardines ya ennoblecidos de antigüedad, mis cincuenta años de placidez, en la dicha del presente, en el descuido del mañana?...
¿Huir? . . . Y pensé con horror en mis posesiones (que no conocía) del otro lado del desierto, con sus camelleros viviendo en tiendas de lana negra y tomando por todo alimento leche cuajada, trigo tostado, miel agria...
Quedaba una fuga por el lago, corta fuga después de todo, si en el lago como en el desierto, según era lógico, llovía cobre también; pues no viniendo aquello de ningún foco visible, debía ser general.
No obstante el vago terror que me alarmaba, decíame todo eso claramente, lo discutía conmigo mismo, un poco enervado a la verdad por el letargo digestivo de mi siesta consuetudinaria. Y después de todo, algo me decía que el fenómeno no iba a pasar de allí. Sin embargo, nada se perdía con hacer armar el carro.
En ese momento llenó el aire una vasta vibración de campanas. Y casi junto con ella, advertí una cosa: ya no llovía cobre. El repique era una acción de gracias, coreada casi acto continuo por el murmullo habitual de la ciudad. Ésta despertaba de su fugaz atonía, doblemente gárrula. En algunos barrios hasta quemaban petardos.
Acodado al parapeto de la terraza, miraba con un desconocido bienestar solidario la animación vespertina que era todo amor y lujo. El cielo seguía purísimo. Muchachos afanosos recogían en escudillas la granalla de cobre, que los caldereros habían empezado a comprar. Era todo cuanto quedaba de la grande amenaza celeste.
Más numerosa que nunca, la gente de placer coloría las calles; y aun recuerdo que sonreí vagamente a un equívoco mancebo, cuya túnica recogida hasta las caderas en un salto de bocacalle, dejó ver sus piernas glabras, jaqueladas de cintas. Las cortesanas, con el seno desnudo según la nueva moda, y apuntalado en deslumbrante coselete, paseaban su indolencia sudando perfumes. Un viejo lenón erguido en su carro manejaba como si fuese una vela una hoja de estaño, que con apropiadas pinturas anunciaba amores monstruosos de fieras: ayuntamientos de lagartos con cisnes; un mono y una foca; una doncella cubierta por la delirante pedrería de un pavo real. Bello cartel, a fe mía; y garantida la autenticidad de las piezas. Animales amaestrados por no sé qué hechicería bárbara, y desequilibrados con opio y con asafétida.
Seguido por tres jóvenes enmascarados pasó un negro amabilísimo, que dibujaba en los patios, con polvos de colores derramados al ritmo de una danza, escenas secretas. También depilaba al oropimente y sabía dorar las uñas.
Un personaje fofo, cuya condición de eunuco se adivinaba en su morbidez, pregonaba al son de crótalos de bronces, cobertores de un tejido singular que producía el insomnio y el deseo. Cobertores cuya abolición habían pedido los ciudadanos honrados. Pues mi ciudad sabía gozar, sabía vivir. Al anochecer recibí dos visitas que cenaron conmigo. Un condiscípulo jovial, matemático cuya vida desarreglada era el escándalo de la ciencia, y un agricultor enriquecido. La gente sentía necesidad de visitarse después de aquellas chispas de cobre. De visitarse y de beber, pues ambos se retiraron completamente borrachos. Yo hice una rápida salida. La ciudad, caprichosamente iluminada, había aprovechado la coyuntura para decretarse una noche de fiesta. En algunas cornisas, alumbraban perfumando, lámparas de incienso. Desde sus balcones, las jóvenes burguesas, excesivamente ataviadas, se divertían en proyectar de un soplo a las narices de los transeúntes distraídos, tripas pintarrajeadas y crepitantes de cascabeles. En cada esquina se bailaba. De balcón a balcón cambiábanse flores y gatitos de dulce. El césped de los parques palpitaba de parejas.
Regresé temprano y rendido. Nunca me acogí al lecho con más grata pesadez de sueño.
Desperté bañado en sudor, los ojos turbios, la garganta reseca. Había afuera un rumor de lluvia. Buscando algo, me apoyé en la pared, y por mi cuerpo corrió como un latigazo el escalofrío del miedo. La pared estaba caliente y conmovida por una sorda vibración. Casi no necesité abrir la ventana para darme cuenta de lo que ocurría.
La lluvia de cobre había vuelto, pero esta vez nutrida y compacta. Un caliginoso vaho sofocaba la ciudad; un olor entre fosfatado y urinoso apestaba el aire Por fortuna, mi casa estaba rodeada de galerías y aquella lluvia no alcanzaba las puertas.
Abrí la que daba al jardín. Los árboles estaban negros, ya sin follaje; el piso, cubierto de hojas carbonizadas. El aire, rayado de vírgulas de fuego, era de una paralización mortal; y por entre aquéllas se divisaba el firmamento, siempre impasible, siempre celeste.
Llamé, llamé en vano. Penetré hasta los aposentos famularios. La servidumbre se había ido. Envueltas las piernas en un cobertor de viso, acorazándome espaldas y cabeza con una bañera de metal que me aplastaba horriblemente, pude llegar hasta las caballerizas. Los caballos habían desaparecido también. Y con una tranquilidad que hacía honor a mis nervios, me di cuenta de que estaba perdido.
Afortunadamente, el comedor se encontraba lleno de provisiones; su sótano, atestado de vinos. Bajé a él. Conservaba todavía su frescura; hasta su fondo no llegaba la vibración de la pesada lluvia, el eco de su grave crepitación. Bebí una botella, y luego extraje de la alacena secreta el pomo de vino envenenado. Todos los que teníamos bodega poseíamos uno, aunque no lo usáramos ni tuviéramos convidados cargosos. Era un licor claro e insípido, de efectos instantáneos.
Reanimado por el vino, examiné mi situación. Era asaz sencilla. No pudiendo huir, la muerte me esperaba; pero con el veneno aquél, la muerte me pertenecía. Y decidí ver eso todo lo posible, pues era, a no dudarlo, un espectáculo singular. ¡Una lluvia de cobre incandescente! ¡La ciudad en llamas! Valía la pena.
Subí a la terraza, pero no pude pasar de la puerta que daba acceso a ella. Veía desde allá lo bastante, sin embargo. Veía y escuchaba. La soledad era absoluta. La crepitación no se interrumpía sino por uno que otro ululato de perro, o explosión anormal. El ambiente estaba rojo; y a su través, troncos, chimeneas, casas, blanqueaban con una lividez tristísima. Los pocos árboles que conservaban follaje retorcíanse, negros, de un negro de estaño. La luz había decrecido un poco, no obstante de persistir la limpidez celeste. El horizonte estaba, esto sí, mucho más cerca, y como ahogado en ceniza. Sobre el lago flotaba un denso vapor, que algo corregía la extraordinaria sequedad del aire.
Percibíase claramente la combustible lluvia, en trazos de cobre que vibraban como el cordaje innumerable de un arpa, y de cuando en cuando mezclábanse con ella ligeras flámulas. Humaredas negras anunciaban incendios aquí y allá.
Mis pájaros comenzaban a morir de sed y hube de bajar hasta el aljibe para llevarles agua. El sótano comunicaba con aquel depósito, vasta cisterna que podía resistir mucho al fuego celeste; mas por los conductos que del techo y de los patios desembocaban allá, habíase deslizado algún cobre y el agua tenía un gusto particular, entre natrón y orina, con tendencia a salarse. Bastóme levantar las trampillas de mosaico que cerraban aquellas vías, para cortar a mi agua toda comunicación con el exterior.
Esa tarde y toda la noche fue horrendo el espectáculo de la ciudad. Quemaba en sus domicilios, la gente huía despavorida, para arderse en las calles en la campiña desolada; y la población agonizó bárbaramente, con ayes y clamores de una amplitud, de un horror, de una variedad estupendos. Nada hay tan sublime como la voz humana. El derrumbe de los edificios, la combustión de tantas mercancías y efectos diversos, y más que todo, la quemazón de tantos cuerpos, acabaron por agregar al cataclismo el tormento de su hedor infernal. Al declinar el sol, el aire estaba casi negro de humo y de polvaredas. Las flámulas que danzaban por la mañana entre el cobre pluvial, eran ahora llamaradas siniestras. Empezó a soplar un viento ardentísimo, denso, como alquitrán caliente. Parecía que se estuviese en un inmenso horno sombrío. Cielo, tierra, aire, todo acababa. No había más que tinieblas y fuego. ¡Ah, el horror de aquellas tinieblas que todo el fuego, el enorme fuego de la ciudad ardida no alcanzaba a dominar; y aquella fetidez de pingajos, de azufre, de grasa cadavérica en el aire seco que hacía escupir sangre; y aquellos clamores que no sé cómo no acababan nunca, aquellos clamores que cubrían el rumor del incendio, más vasto que un huracán, aquellos clamores en que aullaban, gemían, bramaban todas las bestias con un inefable pavor de eternidad!...
Bajé a la cisterna, sin haber perdido hasta entonces mi presencia de ánimo, pero enteramente erizado con todo aquel horror; y al verme de pronto en esa obscuridad amiga, al amparo de la frescura, ante el silencio del agua subterránea, me acometió de pronto un miedo que no sentía –estoy seguro– desde cuarenta años atrás, el miedo infantil de una presencia enemiga y difusa; y me eché a llorar, a llorar como un loco, a llorar de miedo, allá en un rincón, sin rubor alguno.
No fue sino muy tarde, cuando al escuchar el derrumbe de un techo, se me ocurrió apuntalar la puerta del sótano. Hícelo así con su propia escalera y algunos barrotes de la estantería, devolviéndome aquella defensa alguna tranquilidad; no porque hubiera de salvarme, sino por la benéfica influencia de la acción. Cayendo a cada instante en modorras que entrecortaban funestas pesadillas, pasé las horas. Continuamente oía derrumbes allá cerca. Había encendido dos lámparas que traje conmigo, para darme valor, pues la cisterna era asaz lóbrega. Hasta llegué a comer, bien que sin apetito, los restos de un pastel. En cambio bebí mucha agua.
De repente mis lámparas empezaron a amortiguarse, y junto con eso el terror, el terror paralizante esta vez, me asaltó. Había gastado, sin prevenirlo, toda mi luz, pues no tenía sino aquellas lámparas. No advertí, al descender esa tarde, traerlas todas conmigo.
Las luces decrecieron y se apagaron. Entonces advertí que la cisterna empezaba a llenarse con el hedor del incendio. No quedaba otro remedio que salir; y luego, todo, todo era preferible a morir asfixiado como una alimaña en su cueva.
A duras penas conseguí alzar la tapa del sótano que los escombros del comedor cubrían...
...Por segunda vez había cesado la lluvia infernal. Pero la ciudad ya no existía. Techos, puertas, gran cantidad de muros, todas las torres yacían en ruinas. El silencio era colosal, un verdadero silencio de catástrofe. Cinco o seis grandes humaredas empinaban aún sus penachos; y bajo el cielo que no se había enturbiado ni un momento, un cielo cuya crudeza azul certificaba indiferencias eternas, la pobre ciudad, mi pobre ciudad, muerta, muerta para siempre, hedía como un verdadero cadáver.
La singularidad de la situación, lo enorme del fenómeno, y sin duda también el regocijo de haberme salvado, único entre todos, cohibían mi dolor reemplazándolo por una curiosidad sombría. El arco de mi zaguán había quedado en pie y asiéndome de las adarajas pude llegar hasta su ápice.
No quedaba un solo resto combustible y aquello se parecía mucho a un escorial volcánico. A trechos, en los parajes que la ceniza no cubría, brillaba con un bermejor de fuego, el metal llovido. Hacia el lado del desierto, resplandecía hasta perderse de vista un arenal de cobre. En las montañas, a la otra margen del lago, las aguas evaporadas de éste condensábanse en una tormenta. Eran ellas las que habían mantenido respirable el aire durante el cataclismo. El sol brillaba inmenso, y aquella soledad empezaba a agobiarme con una honda desolación cuando hacia el lado del puerto percibí un bulto que vagaba entre las ruinas. Era un hombre, y habíame percibido ciertamente, pues se dirigía a mí.
No hicimos ademán alguno de extrañeza cuando llegó, y trepando por el arco vino a sentarse conmigo. Tratábase de un piloto, salvado como yo en una bodega, pero apuñaleando a su propietario. Acababa de agotársele el agua y por ello salía.
Asegurado a este respecto, empecé a interrogarlo. Todos los barcos ardieron, los muelles, los depósitos; y el lago habíase vuelto amargo. Aunque advertí que hablábamos en voz baja, no me atreví —ignoro por qué— a levantar la mía.
Ofrecíle mi bodega, donde quedaban aún dos docenas de jamones, algunos quesos, todo el vino...
De repente notamos una polvareda hacia el lado del desierto. La polvareda de una carrera. Alguna partida que enviaban, quizá, en socorro, los compatriotas de Adama o de Seboim.
Pronto hubimos de sustituir esta esperanza por un espectáculo tan desolador como peligroso.
Era un tropel de leones, las fieras sobrevivientes del desierto, que acudían a la ciudad como a un oasis, furiosos de sed, enloquecidos de cataclismo.
La sed y no el hambre los enfurecía, pues pasaron junto a nosotros sin advertirnos. ¡Y en qué estado venían! Nada como ellos revelaba tan lúgubremente la catástrofe.
Pelados como gatos sarnosos, reducida a escasos chicharrones la crin, secos los ijares, en una desproporción de cómicos a medio vestir con la fiera cabezota, el rabo agudo y crispado como el de una rata que huye, las garras pustulosas, chorreando sangre —todo aquello decía a las claras sus tres días de horror bajo el azote celeste, al azar de las inseguras cavernas que no habían conseguido ampararlos.
Rondaban los surtidores secos con un desvarío humano en sus ojos, y bruscamente reemprendían su carrera en busca de otro depósito, agotado también, hasta que sentándose por último en torno del postrero, con el calcinado hocico en alto, la mirada vagorosa de desolación y de eternidad, quejándose al cielo, estoy seguro, pusiéronse a rugir.
Ah... nada, ni el cataclismo con sus horrores, ni el clamor de la ciudad moribunda era tan horroroso como ese llanto de fiera sobre las ruinas. Aquellos rugidos tenían una evidencia de palabra. Lloraban quién sabe qué dolores de inconsciencia y de desierto a alguna divinidad obscura. El alma sucinta de la bestia agregaba a sus terrores de muerte, el pavor de lo incomprensible. Si todo estaba lo mismo, el sol cuotidiano, el cielo eterno, el desierto familiar, ¿por qué se ardían y por qué no había agua?... Y careciendo de toda idea de relación con los fenómenos, su horror era ciego, es decir, más espantoso. El transporte de su dolor elevábalos a cierta vaga noción de provenencia, ante aquel cielo de donde había estado cayendo la lluvia infernal; y sus rugidos preguntaban ciertamente algo a la cosa tremenda que causaba su padecer. Ah... esos rugidos, lo único de grandioso que conservaban aún aquellas fieras disminuidas: cual comentaban el horrendo secreto de la catástrofe; cómo interpretaban en su dolor irremediable la eterna soledad, el eterno silencio, la eterna sed...
Aquello no debía durar mucho. El metal candente empezó a llover de nuevo, más compacto, más pesado que nunca.
En nuestro súbito descenso, alcanzamos a ver que las fieras se desbandaban buscando abrigo bajo los escombros.
Llegamos a la bodega, no sin que nos alcanzaran algunas chispas; y comprendiendo que aquel nuevo chaparrón iba a consumar la ruina, me dispuse a concluir.
Mientras mi compañero abusaba de la bodega —por primera y última vez, a buen seguro— decidí aprovechar el agua de la cisterna en mi baño fúnebre; y después de buscar inútilmente un trozo de jabón, descendí a ella por la escalinata que servía para efectuar su limpieza.
Llevaba conmigo el pomo de veneno, que me causaba un gran bienestar apenas turbado por la curiosidad de la muerte.
El agua fresca y la obscuridad, me devolvieron a las voluptuosidades de mi existencia de rico que acababa de concluir. Hundido hasta el cuello, el regocijo de la limpieza y una dulce impresión de domesticidad, acabaron de serenarme.
Oía afuera el huracán de fuego. Comenzaban otra vez a caer escombros. De la bodega no llegaba un solo rumor. Percibí en eso un reflejo de llamas que entraban por la puerta del sótano, el característico tufo urinoso... Llevé el pomo a mis labios, y...